GUAICAIPURO: ¿UN PROBLEMA DE PERCEPCIÓN CRITICA O DE SENTIDO ÉTICO PARA LOS HISTORIADORES?


          La interrogante así planteada al historiador, exige la respuesta de ambas cuestiones en el entendido que forman parte del ejercicio crítico de su oficio. Por lo general, suele pensarse que el asunto ético está presente implícitamente en su labor científica sólo por el hecho de conducirla con objetividad dentro de la llamada duda razonable, algo que siempre es plausible en las ciencias sociales. Eso cabe en lo posible, sin embargo, debe reconocerse que existen temas tan complejos sobre el pasado, que reclama un extra en la determinación y arrojo del historiador, que no se resuelve acudiendo al expediente de las medias tintas. El caso de Guaicaipuro cobra vigencia para plantear esta cuestión, sobre todo en unos tiempos donde la verdad histórica puede ser criminalizada, y su ideologización, contrariamente, motivo de “laureles” para quienes tienen el propósito impropio de preservar o auspiciar la mentira a favor a sus escalofriantes intereses.

          Todos los venezolanos conocen o tienen una idea sobre la egregia figura del Cacique Guaicaipuro. La historia patria le ha reservado un sitial al cual es merecedor desde que la historiografía dio por verídico en el siglo XIX, lo sostenido en 1723 por el primer historiador de Caracas,  José de Oviedo y Baños, cuando afirmó que el cacique había sido objeto de asechos que concluyeron con su alevosa muerte, tras incendiar los conquistadores la choza donde se refugiaba, no sin antes luchar fieramente contra los perpetradores de aquel crimen, tan crucial para la historia de la ciudad, que existe la creencia que su muerte fue sinónimo de la quietud que tanto se requería para implantar, sin más sobresaltos, el anhelado orden colonia que se había puesto en marcha en el valle de Caracas. En síntesis, el significado histórico atribuido al cacique Guaicaipuro, no es solo haber propiciado con su muerte la sobrevivencia de Santiago de León de Caracas, y la viabilidad de un régimen colonial que a partir de entonces,  proyectaría su existencia cuando menos  por más de dos siglos; también se inscribe como uno de los primeros mitos históricos de Caracas extraídos del legado de la resistencia indígena, que dará consistencia particular y singular a una parte de nuestra conciencia histórica, distinta en su conformación a la de inspiración republicana, especialmente la vinculada con las hazañas militares de la guerra de independencia y los proceso de formación del Estado venezolano en el siglo XIX.

          Oviedo y Baños es muy coherente y cuidadoso en el tratamiento de la figura de Guaicaipuro desde que entra en escena como líder de la resistencia indígena en tiempos de Francisco Fajardo; es decir, entre 1555 a 1560. Transcurrida una década de luchas y un año y medio después de haberse fundado Santiago de León de Caracas, Diego de Losada aún se encontraba desconsolado, al reconocer que sus planes de conquista se hallaban estancados y sus esfuerzos perdidos por la presencia altiva y feroz del cacique Guaicaipuro, a quien le presidia la impronta de haberle infringido muchas derrotas a los conquistadores, al punto de expulsar al mestizo Fajardo y ocasionar la muerte del temido capitán Juan Rodríguez Suárez, así como desbaratar las dos primeros enclaves poblacionales de peninsulares denominadas Villa de San Francisco y El Collado. Ese es pues el Guaicaipuro histórico que encontramos en el capítulo XII del libro V de su interesante obra: Historia de la Conquista y Poblamiento de la Provincia de Venezuela. 

          “Era la única causa de su obstinación /la de Losada/ el Cacique Guaicaipuro; gloriábase este bárbaro de haber sido bastante su valor para lanzar de la provincia a Francisco Fajardo obligándolo a despoblar las dos ciudades que tenía fundadas: contaba entre sus triunfos por más célebres el tesón con que mantuvo la guerra, resistiendo un capitán de tanto nombre como Juan Rodríguez Suárez, hasta hacerle perder la vida en la demanda: jactábase soberbio de la rota que le dio a Luis de Narváez y el lamentable estrago que ejecutó en su gente cuando en la loma de Terepaima quedó toda por despojo del filo de su macana; y aunque con Losada le había corrido adversa la fortuna, esperaba en los casos del tiempo, que le ofreciese su melena la ocasión para quedarse victorioso; y como el continuado curso de sus hazañas había elevado a este Cacique a aquel grado  de estimación superior, que a su arbitrio se movían obedientes todas las naciones vecinas, teníanles encargada la perseverancia en la defensa, ofreciéndoles su amparo para mantener la libertad contra el dominio español, asegurándoles no faltaría coyuntura en que pudiese su esfuerzo (como lo había hecho otras veces) acreditarse de invencible.
          No ignoraba Losada estos designios y considerando que en tanto que viviese Guaicaipuro tenía mil dificultades la conquista, se determinó a quitar de por en medio este embarazo, procurando (aunque lo aventurase todo) haberlo a las manos muerto o vivo; pero para justificar mejor su acción, procedió contra él por vía jurídica, haciéndole proceso por todos los delitos, muertes y rebeldía (si se puede dar tal nombre a los efectos de una natural defensa), y despachando mandamiento de prisión encomendó la diligencia a Francisco Infante (que por reelección del cabildo proseguía este año siendo alcalde), quien con guías fieles y seguras, que lo condujesen al paraje en que se ocultaba Guaicaipuro, salió de la ciudad con ochenta hombre una tarde al ponerse el sol, y caminando hasta la media noche, por haber cinco leguas de distancia, llegó a ocupar el alto de una sierra, a cuya falda estaba el pueblo que buscaba y servía de refugio a Guaicaipuro, en la cual pareciéndole preciso asegurar la retirada para cualquier accidente, se quedó francisco Infante con veinticinco hombres de reserva, entregando los demás a Sancho de Villar, soldado experimentado y de valor, para que bajase al pueblo a ejecutar su prisión antes que fuesen sentidos”[1]
          
Este Guaicaipuro histórico, pese a lo evidente de su trayectoria de más de una década de actuación, no era reconocido como enemigo de armas tomar, cuando precisamente el rey se ve en la circunstancia de emitir una Real Cédula punitiva de reconquista en 1563 para castigar a los indios que habían osado en matar a “buenos cristianos” que libraron una guerra contra aquellos “bárbaros” liderados por Guaicaipuro unos años antes a la fundación de Santiago de León de Caracas en 1567. En dicha real cédula de 1563, se menciona, por ejemplo, a los capitanes Luis Narváez, Juan Rodríguez Suárez y Francisco Fajardo como víctimas de los mal llamados indios Caracas, sin precisar entre ellos el nombre de Guaicaipuro quien se perfiló como el principal responsable de las derrotas de dichos conquistadores, como acabamos de reseñar del testimonio de Oviedo y Baños.[2] Es decir, antes de fundarse Caracas, Guaicaipuro podría ya considerarse  un personaje relevante, y al parecer ello lo reconocería después el mismo Losada, cuando  determinó  reducirlo por cualquier medio,  ordenando primero un juicio en ausencia y al propio tiempo una operación tipo comando al alcalde de Caracas Francisco Infante, para terminar definitivamente con su inquietante presencia como principal líder de la resistencia aborigen antes y después de la fundación de Santiago de león en 1567.
          Hasta aquí los relatos y testimonios parece estar más o menos apegados a la verdad histórica, pues en adelante insurge el Guaicaipuro mítico o de leyenda. Es el propio Oviedo y Baños que pone la “piedra fundacional” para que ello fuese posible. Si soslayamos sus exageraciones en los relatos prolijos de detalles, advertimos la interesante cuestión de los nombres que, según el historiador, acudieron a la captura y posterior muerte del cacique. Aparte Sancho del Villar, quedan a las órdenes de este Hernando de Cerda, Francisco Suarez de Córdoba, Melchor Gallegos, Bartolomé Rodríguez y Juan de Suarez. Se apresuraron en busca de gloria y en la refriega que les dio Guaicaipuro, no quedó otra opción de lanzar una antorcha a la choza para quemarla con sus ocupantes dentro. La muerte del cacique, Oviedo y Baños, la hace epopeyica. Por primera vez los conquistadores sobrepasan en número a los indígenas; éstos son veintidós y aquellos ochenta: sin contar con las otras ventajas de la nocturnidad y la sorpresa del asalto y las armas que los favorecían. Con todo, la hueste opresora debe replegarse por la tenaz resistencia y, reiteramos, ante la indeseada impotencia, hubo entonces que recurrir a incendiar el refugio donde se encontraba el irreductible cacique con los hombres que lo protegían. Nuestro cronista pone un toque de altivez al malogrado cacique, cuando y pese a las adversas circunstancias, Guaicaipuro les impreca a sus victimarios amenazas y los acusa de cobardes con palabras propias de un filósofo y no un guerrero:
      “… hasta que cansados los nuestros de ver la defensa de aquel bárbaro, echaron una bomba de fuego sobre la casa, con que se comenzó abrasar por todas partes; y viendo Guaicaipuro que mantenerse dentro era preciso perecer entre las voracidades del incendio, tuvo por mejor morir entre sus amigos; y llegándose a la puerta con un estoque en las manos, embistió con Juan  Gámez, a quien atravesó un brazo, sacándole el estoque por el hombro; y echando llamas de enojo aquel corazón altivo, dijo;¡ Ah españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis de fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y que nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya  la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme para que con mi muerte, os veáis libres de temor, que siempre os a causado Guaicaipuro; y saliendo para afuera, tirando con el estoque a todas partes, se arrojó desesperado en medio de las espadas que manejaban los nuestros, donde perdió la vida temerario, con repetidas estocadas que le dieron, acompañándole en la misma infelicidad de su fortuna veintidós gandules que le habían asistido a su defensa.

          Este fue el paradero del cacique Guaicaipuro, a quien la dicha de sus continuadas victorias subió a la cumbre de sus mayores aplausos para desampararlo al mejor tiempo, pues le previno el fin de una muerte lastimosa, cuando pensaba tener a su disposición la rueda de su fortuna: bárbaro verdaderamente de espíritu guerrero y en quien concurrieron a porfía las cualidades de un capitán famoso, tan afortunado en sus acciones, que parece tenía a su arbitrio la felicidad de los sucesos: su nombre fue siempre tan formidable a sus contrarios, que aun después de muerto parecía infundía temores a su presencia, pues poseídos los nuestros de una sombra repentina, al ver su helado cadáver Con haber conseguido la victoria, se pusieron en desorden, retirándose atropellados, hasta llegar a incorporarse con Francisco Infante en lo alto de la loma, de donde recobrados del susto, dieron la vuelta a la ciudad.”[3]    

          Es en este punto donde Oviedo y Baños, estuvo interesado en equiparar lo mejor posible, los atributos de los más sobresalientes conquistadores que incursionaron punitivamente en el valle de Caracas, con las extraordinarias facultades que exhibió precisamente su más encarnizado enemigo; es decir, el cacique Guaicaipuro. Al hacer esto, sutilmente sugiere que los heroicos capitanes españoles se enfrentaron a un enemigo excepcional, no solo por sus cualidades para la lucha, la astucia y la determinación, sino que siempre contó con la favorable protección de la “providencia” que, en esta hora aciaga, parece haberlo desamparado cuando es asesinado, paradójicamente, por unos soldados de segunda, temerosos incluso ante su frio cadáver. Exaltando así la figura del heroico cacique, Oviedo y Baños, imponía al propio tiempo la templanza y el arrojo de los suyos, colocando uno y otros, por primera vez en su discurso histórico, en igualdad de condiciones.

        Ahora sabemos, que los hechos no culminaron de esta manera y el temible cacique no fue vilmente asesinado por los responsables de la misión de reducirlo a toda costa, lo cual concluyó con su detención y posterior sujeción al sistema de encomienda. Desde 1912, sino antes, se conoce un voluminoso expediente transcrito por Fray Froilán de Rionegro, que reposa en los archivos de la Academia Nacional de la Historia, referente a un pleito por la posesión de una encomienda entre los conquistadores Cristóbal Cobos y Andrés González. Se trata de la insólita encomienda de indios Teques en la que se encontraba involucrado, reitero, del cacique Guaicaipuro como sujeto principal de dicha encomienda, que había sido otorgada por Diego de Losada el 5 de marzo de 1568 a Pedro Mateo, en atención a sus “méritos” de haber contribuido con caballos, armas y bastimento a la conquista de Caracas. Mateo renuncia cuatro años después a su derecho de posesión de la encomienda para irse de Santiago de León de Caracas con su familia; de modo que Guaicaipuro y sus indios, entraron sucesivamente en la propiedad en otros encomenderos, como el legendario conquistador García Gonzáles de Silva, Ambrosio Hernández, Cristóbal Cobos y Andrés González. Estos dos últimos, como ya anunciamos, fueron los que entraron en querella por la propiedad y disfrute de la encomienda, cuyo conflicto buscaron resolver ante las autoridades locales, la Real Audiencia de Santo Domingo y el Concejo de Indias, en un juicio que se prolonga hasta las postrimerías del siglo XVI (1595). El desenlace de este pleito por ahora no nos interesa, puesto que lo que pretendemos dilucidar, es el hecho de que el cacique Guaicaipuro sobrevivió a las acciones punitivas de los conquistadores, incluyendo en el caso que se halla verificado, la que refiere Oviedo y Baños, así como al supuesto proceso penal que en su contra inició el propio Diego de Losada en su condición de teniente de gobernador y principal conductor del proceso de “pacificación” de la provincia de Caracas  y la recién fundada ciudad de Santiago de León. El enigma entonces, está en que no fue muerto ni juzgado como lo sostiene la historiografía y lo reconoce nuestra conciencia histórica como hecho memorable. ¿Qué pasó entonces con el legendario cacique que puso en vilo a la conquista y comprometió la existencia de la ciudad fundada por Losada?

         Lo anterior nos obliga a elaborar una respuesta dentro de unos términos que envuelva la valoración crítica la cuestión, sin menoscabo de la sujeción ética profesional que se supone debe siempre prevalecer en el ejercicio del estudio objetivo de los hechos y personajes del pasado. Esta pues es la cuestión a dilucidar a continuación. En este sentido, puede afirmarse que todos los historiadores que de alguna forma se han ocupado de Guaicaipuro, han seguido lo sostenido por Oviedo y baños, en cuanto al significado que cobró su muerte para la historia de conquista de Caracas. Es decir, su reconocimiento como figura descollante de la resistencia indígena en el período de conquista, en unos términos que no permitían dudar de la veracidad de los pormenores y razones de su alevosa muerte de manos de los españoles. La prueba era pues contundente, aunque fuese un testimonio dado a conocer ciento cincuenta y tres años después de los supuestos hechos y sin ninguna prueba en señal de apoyo de la aseveración. Esto quiere decir, que se impuso lo que se denomina criterio de autoridad, al no corroborarse su veracidad, ateniéndose únicamente al prestigio que presidía al  historiador José de Oviedo y Baños, y particularmente a las palabras de reconocimiento que le prodiga al malogrado cacique en cuanto a su significación histórica; algo que en mi opinión fue un sesgo que hábilmente usó Oviedo y Baños, para engrandecer, reitero, el papel representado  por los conquistadores más conspicuo que murieron en manos de Guaicaipuro y sus huestes mal llamados indios Caracas.

         Hagamos un elemental ejercicio de critica histórica 1): ¿Por qué Guaicaipuro fue encomendado a Pedro Mateos que es casi un desconocido para la historia de la conquista de Caracas? 2): ¿Si Guaicaipuro era un apetecible trofeo militar, por qué Garcia González de Silva, arquitecto de la derrota de la resistencia indígena, renunció de inmediato a la posesión de la encomienda de Guaicaipuro por dejación del titular Pedro Mateos en 1572?  3): Si en estos tempranos tiempos fue una fórmula muy común de recurrir a las probanzas de méritos, para agenciar cargos públicos y otras recompensas ante el rey; entonces ¿por qué el alcalde Francisco Infante, como el resto de los conquistadores coetáneos, no argumentaron como méritos en sus probanzas, el haber combatido contra el enemigo más temible de las huestes españolas que tuvieron presencia en el Valle de Caracas? Es decir, las respuestas que puedan caber a tales interrogantes, de una manera u otra deberán considerar estas cuestiones claves, pues le darían al episodio de la conquista de Caracas y particularmente a la figura de Guaicaipuro, la solidez que revisten todos los hechos memorables del pasado, liberándolos por así decir, sólo de una opinión no lo suficientemente probada como las que nos refirió Oviedo y Baños en su afamada obra objeto aquí de estos comentarios críticos.
           Será posible que los conquistadores antes que proferir alevosas muertes más bien recurrieron a la humillación del vencido. Si respondemos afirmativamente, debemos recordar que las leyes de indias de alguna forma propendieron al “amparo” de los indios principales; es decir, los llamados caciques, antes y después de su sometimiento. No obstante, también cabe pensar como posible motivación, que la estrategia consistía en no dejar memoria de las valentías individuales de los aborígenes, así fuese en menoscabo de los supuestos méritos que podían acreditarse los mismos conquistadores, a fin de solicitar prebendas personales, pero en este particular es improbable poner a todos de acuerdo en algo que va contra los intereses individuales y colectivos. En las probanzas de méritos exhibidas, lo común era encontrar generalidades como el haber contribuido “con hombres, caballos, armas y bastimentos,” pero sin más detalles.
           El Gobernador Gonzalo de Osorio, hubo de respaldar la iniciativa del ayuntamiento a fines del siglo XVI, de emplear a un soldado poeta, apellidado Ulloa, para que escribiera algo así como las crónicas de la conquista de Caracas, pero lamentablemente aquello no se concretó, y en el caso que Ulloa hubiese cumplido con su cometido, el trabajo se perdió para siempre y su valor, aunque no despreciable, no hubiese pasado de testimonios fragmentados y quizás plagados de mentiras y errores, pues cabe recordar que los conquistadores, ni llevaban diarios personales donde asentar sus recuerdos, ni eran portadores de calendarios para fijar con precisión la fecha de sus relatos. Esto nos lleva a preguntarnos, de dónde Oviedo y baños extrajo entonces tanto pormenor para sustanciar su obra, ya que, aunque sabemos que revisó al detalle el archivo del ayuntamiento, los libros de acuerdo comienzan en 1573 y la derrota de la resistencia indígena tuvo lugar con anterioridad a esa fecha.  Algunos avisados sospechan que Oviedo y Baños contó con el supuesto trabajo del soldado poeta y simplemente lo plagió. De ello no hay la menor prueba, de la existencia de Ulloa, si en el libro de acuerdos del cabildo de fecha 22 de noviembre de 1593.

          Desconocer lo ya impuesto por la tradición en la conciencia histórica de los venezolanos, es cuando menos, al entender de muchos, un sacrilegio a la historia patria. En este sentido, ningún historiador e investigador en “sano juicio,” se arriesgaría a formular ideas en contrario, y menos afirmaciones que conllevara a validar, como una verdad irrefutable, que Guaicaipuro fue vergonzosamente encomendado, y por tanto, habría que desconocer su condición de héroe de la resistencia indígena. Es pertinente indicar en estas reflexiones atinentes al ámbito de la ética histórica, que los hechos del pasado no son inflexibles, pues la versión que ahora conocemos de la encomienda a la que fue reducido la controversial y legendaria figura del cacique, en ningún modo se proyecta como tabla rasa que cambia radicalmente el pasado del héroe antes de su caída frente a su opresor. Nada puede cambiar en este sentido, e incluso, podemos seguir las notas históricas de Oviedo y Baños, pues muchas de sus aseveraciones han sido debidamente corroboradas por estudios, digamos, paralelos o conexos con la temática de conquista y poblamiento de Caracas.  
        Debemos reconocer a nuestro pesar, que un miedo cómplice se apoderó de la ética de los historiadores y de las instituciones de poder que se sentían gendarmes de nuestra conciencia histórica, cuando se enteraron que el destacado investigador, Fray Froilán de Rionegro, consignó en 1912  en la Academia Nacional de la Historia, un voluminoso expediente contentivo de pruebas documentales relacionados con un pleito sobre la encomienda del cacique Guaicaipuro entre Cristóbal Cobos y Andrés González, vecinos ambos de la ciudad de Santiago de León de Caracas en 1584, aunque  este interesante episodio se remonta originalmente en 1568, como lo afirmamos líneas arriba, cuando Pedro Mateos le es otorgada la encomienda en razón a los servicios prestados a la conquista y pacificación de la provincia de Caracas.  [4]  

         Ha transcurrido más de un siglo de este hallazgo que aún no ha pasado de los niveles de chismes y cuchicheos entre quienes conocen de su existencia. Tal secretismo podría entenderse si consideramos que su hallazgo tuvo lugar en el contexto de la férrea dictadura del general Juan Vicente Gómez, pero concluida esta en 1935, se impuso la tiranía de silencio institucional de la Academia Nacional de la Historia, pese a la presencia de insignes y valiosos intelectuales de reconocida reputación académica. El expediente de Guaicaipuro, seguía siendo desconocido como si en su contra estuviese vigente aquella famosa sentencia del rey, sobre las acreditadas hermanas Bejaranos cuando solicitaron a las autoridades su dispensa de clase, atendiendo al contenido de la real cédula de Gracias al Sacar a fines del siglo XVII: “Téngase por blancas aun siendo negras y guárdese perpetuo silencio.” Así pues, lo revelado sobre Guaicaipuro, debería quedar en las sombras supuestamente, inferimos, para salvaguardar el honor y el significado histórico del héroe. Ello, en una palabra, quedaría vedado al conocimiento del público e inaccesible para aquellos espíritus inquietos que gustan por hurgar nuestro pasado en procura de verdades no reveladas. Los tiempos del gobierno militar del general Pérez Jiménez, por el contrario, fue una etapa de redención de los héroes indígenas, y claro está no era el momento para ventilar controversias de la naturaleza que plateaba en caso de Guaicaipuro que fue objeto de muchos y variados reconocimientos públicos. La era democrática importantísima para el desarrollo de los estudios históricos universitarios, al parecer no tuvo ocasión de conocer la existencia de ese expediente sobre la encomienda de Guaicaipuro, a fin de someterlo al análisis crítico al cual es acreedor. Además, es muy posible que con motivo de la celebración del Cuatricentenario de la fundación de la ciudad, algún individuo de la Academia Nacional de la Historia, consideró muy a propósito y hasta patriótico, esconder con la punta del pie bajo la alfombran, aquel viejo expediente de los muchos investigadores que por aquellos días pululaban por aquella corporación en busca de temas de estudio que ofrecer para la ciudad. 
          En tiempos más recientes con los cambios políticos que ha causado la llamada revolución chavista, las cosas empeoraron para aventurarse a escribir algo sobre la encomienda de Guaicaipuro, cuyas cenizas, recientemente, fueron inhumadas simbólicamente en el Panteón Nacional. No ceñirse a los dictados oficiales del nuevo culto del Estado por los llamados “invisibilizados”, acarrea cuando menos sospechas de anti patriotismo y lacayo del imperialismo yanqui. Es a no dudar, la antesala a un seguro estado de postración y la descalificación para ejercer el oficio. Pero el historiador no puede ser complaciente con el poder para congraciarse con la historia oficial y maniquea y así lograr “reconocimientos” por su labor. La satisfacción está en verse útil para la sociedad, ejerciendo su oficio críticamente, libre de dictámenes previos a su trabajo, que aseguren el libre desempeño de su espíritu crítico en favor de la majestad de la verdad de la historia. Conozco muchos colegas que en estos tiempos tuvieron en sus manos el expediente de fray Froilán de Rionegro, y por ellos precisamente supe de su existencia. Nunca hubo de su parte, un intento de asumir su estudio con la valentía o con disimulo, todo su interés por el polémico documento, más bien se redujo a buscar persuadirme que no escribiera nada sobre el particular por los inconvenientes que seguramente me saldrán al paso como Cronista Oficial de la ciudad. Lo inicie no sólo porque es un reto para el espíritu crítico del oficio que desempeño como historiador que trato de cultivar, también me estímulo el deber de comparecer en el estrado de la ética profesional, que también forma parte de la integridad del historiador y lo exime de esta manera de cargos de conciencia, aunque no de responsabilidad ante los reclamos de la sociedad y la ciencia. El trabajo ya está avanzado y podría decirse que es una ampliación sobre mi estudio sobre la supuesta Batalla de Maracapana donde se selló el destino histórico de Caracas tras la derrota infligida por los conquistadores a la resistencia indígena capitaneada o liderada por el valeroso cacique Guaicaipuro. [5]
         



[1] José de Oviedo y Baños. Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela. pp. 324-225.
[2] Hno. Nectario María. Historia de la Conquista y Fundación de Caracas. Sección documental. pp 277-78. La cédula lleva fecha de 17 de junio de 1563.
[3] Oviedo y Baños. Ob.cit. pp. 326-27
[4] Colección Fray Froilán de Rionegro. “Pleito entre Cristóbal Cobos y Andrés González, sobre los indios Teques, encomienda de Guaicaipuro” Fs. 234 y ss. A.A.N.H. El legajo original lo consulté en el Archivo General de Indias de Sevilla (España) pudiendo constatar su originalidad y autenticidad documental.
[5] Véase: Guillermo Durand. La Fundación de Caracas y la Batalla de Maracapana. Fundarte, 2010.

 Por Guillermo Durand G.

                                                                                             Cronista de la Ciudad.

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