LA EDAD DE LA INOCENCIA EN LA CARACAS COLONIAL
Si existe una deuda de nuestra
historiografía en sus propósitos de ofrecernos conocimientos, esta será la de
esclarecer cómo era la vida de los niños y adolescentes en el pasado venezolano.
El caso de Caracas es un buen ejemplo de esta carencia, lo que no implica soslayar
ciertos esfuerzos realizados por algunos costumbristas y cronistas de fines del
siglo XIX, que pusieron su interés en contar uno que otro episodio o anécdota
sobre la niñez en la capital de la república. Empero, tales trabajos lejos
están de haberse planteado la solución de la aludida deuda que tenemos con
respecto a este espinoso tema, que por sí mismo, es apasionante por el reto que
implica su abordaje para desentrañar sus complejos vínculos con el acontecer
histórico singular y peculiar de nuestra ciudad. Dicho esto, podríamos
referirnos al periodo colonial en Caracas como la etapa en donde la niñez y
adolescencia, son muy difíciles de esclarecer por los numerosos escoyos que
existen para su conocimiento. Entre tales obstáculos, podemos reiterar la falta
de estudios serios que se hayan ocupado de esta cuestión; y complementar, con el
laconismo prevaleciente en las fuentes documentales, tanto públicas como
privadas, que son muy reacias a soltar prendas que permitan tomar la hebra para
coser el tapiz de los acontecimientos y hechos, que suponemos, articularon esta
historia hasta ahora ignorada, pero no por ello carente de importancia para su estudio
sistemático.
Como es de lógico suponer, los niños
y adolescentes no entran en los relatos (con excepción a los dos hijos de
Rodríguez Suarez muertos por Guaicaipuro) de la cruenta etapa de la conquista y
fundación de la ciudad que ocupa los años que van de 1555 a 1567 (Francisco
Fajardo y Diego de Losada). Es con posterioridad al establecimiento de la
primera parroquia eclesiástica de Caracas en 1573 (Catedral),[1]
cuando podemos suponer su presencia como relevo generacional en formación, que
tuvo la significación histórica de representar genuinamente a los primeros
caraqueños propiamente dichos nacidos en la ciudad, en sustitución de los
conquistadores peninsulares, y ser al mismo tiempo, los encargados de llevar
inicialmente a efecto, el patrón que servirá de modelo para implantar el régimen
colonial en la nueva sociedad que se puso en marcha. Esta primera generación de
genuinos caraqueños y las que les
sucederán hasta los inicios del siglo XIX, obviamente ocuparán un papel en los
estratos familiares y sociales de estos tempranos tiempos, que no son fáciles
de mostrar en toda su complejidad histórica, al quedar sumergidos por así
decir, en la aparente relevancia de la vida de los adultos que ciertamente
compartían la responsabilidad de sus cuidados y orientación, a los efectos de
prepararlos para los avatares o disfrutes que implicaba el fin de la niñez y la
pubertad, con su ingreso al mundo real plagado de las injusticias y
contradicciones de la vida adulta. En los libros de bautismos de la parroquia
catedral, están muchos de los nombres de estos primeros caraqueños principales,
pues queda en el olvido los nacidos de otros vientres, como lo eran los blancos
de orilla, pardos, negros e indios.[2]
Decimos esto en atención a que los libros de bautismo como los padrones
eclesiásticos, por lo general quedaban reducidos a simples guarismos sin más
detalles que no fuesen distinto a la edad de los niños, su condición social y
el sitio de residencia.
La vida de los niños como los
adolescentes del último tercio del siglo XVI hasta que la ciudad completa sus
cien primeros años (1667), parece no haber variado en muchos aspectos.
Pertinente es aclarar que nos encontramos en una sociedad estamental donde, la
niñez está representada en todos sus estratos. Para entonces, ya casi se
encuentra extinguida la presencia de infantes indígenas en provecho del mestizaje,
pero respondiendo a la cruda realidad de un nuevo despojo distinto a la
confiscación de las tierras a la población autóctona; ahora se trata de sus
hembras que se las reparten los blancos y negros tras los sistemáticos
secuestros que éstos hacen de las bellas indias, sin la menor oportunidad que
tienen sus maridos y demás parientes varones, de encontrar justicia para esas
atroces prácticas. El desdén para
solventar tal situación, está entre otras razones, en prejuicios sociales y psicológicos
hacia los indios. Sin omitir el importante hecho de la haberlos encomendados,
las indias nunca contaron con el favor de las mujeres blancas acomodadas que
siempre prefirieron a las negras para el cuidado, enseñanza y compartir de sus
hijos. Esto quiere decir que sus descendientes hasta entrar a la adultez,
establecían estrechos vínculos afectivos con nodrizas y hayas esclavas, así como
con los hijos de éstas en sus juegos y correrías infantiles.[3]
En opinión de Blas Millán, cuyos
pareceres hemos venido siguiendo: “Los negros se casaban según lo ordena y
manda la religión, y su familia era moral y legítima como la de los blancos.
Los indios, aun los que habían recibido el santo bautismo, rehuían el
matrimonio, y se les atribuía descarada poligamia. Se les sospechaba también de
poseer conocimiento de hechicería y magia, y por tantas razones las señoras
confiaban más en los negros, y encargaban del cuido de sus hijos a las esclavas,
de preferencia a las indias. Para amas de cría también se buscaban negras
jóvenes, nacidas en la casa, cuya buena salud no dejase lugar a dudas.
Ya en la segunda generación abundaban
blancos y negros que habían nacido y se habían criado en las mismas casas. De
niños fraternizaron en juegos, porque si bien los padres preferían ver los
chicos blancos en el patio principal, y los negros en el corral, o cuando más
en el segundo patio, solía suceder que para la amenidad de un juego era
indispensable aumentar el número de los participantes, y entonces el segundo
patio o el corral facilitaban el contingente reclamado por los chicos del amo
con empeño contra lo cual nada podían los prejuicios de los señores.
Había pues, amistades de infancia
entre negros y blancos. Como los indios vivían lejos, era casi imposible la
amistad entre chicos indios y chicos blancos.”[4]
Se me antoja que puedo recurrir a
modo de ilustración, muy lícita cuando hablamos del mundo infantil, lo que nos
puede ofrecer la novela histórica. En este caso se trata del trabajo de Luis
Roncallo, en donde construye un sutil cuadro de la niñez de Simón Bolívar, pero
con un sentido crítico propio del historiador profesional, pese alguno que otro
presentismo que no invalida sus argumentos. De modo pues que copiamos un largo
pasaje del capítulo VII titulado “Dolor,
Muerte y Soledad: Caracas de sus recuerdos”:
“Se levantaba /Simoncito/ temprano
para que los demás despertaran al sentir sus pasos fuertes sobre el piso,
cuando corría a caballo sobre un escobajo de espigas de mijo con su espada de
madera que le había hecho Pancho, el esclavo que le complacía sus caprichos
infantiles. Espada con la que soñaba libertar a los suyos y poderle decir a la
madre Hipólita Tu y los tuyos son libres, se acabó la esclavitud, trabajen para
ustedes y para nadie más.
Nunca fue un niño tonto de esos que
se quedan quietos con una simple mirada o al fragor de unas palmadas o
correazos. Le encantaba hacer travesuras, hacerse el gracioso, importunar a los
demás con preguntas capciosas. No tenía sombras de dolor para la muerte de su
padre, ya que tenía dos años y medio cuando ello ocurrió, el 18 de enero de
1786. Ese día un paro cardiorrespiratorio sacó a su padre de este mundo. Así
que no había un mayor que le impidiera meterse en las conversaciones de los
adultos, que no le dejaran jugar a la gallinita ciega, al escondite, la guerra
de los soldaditos de plomo, el palito sucio, el orinare lejos, el gárgaro
malojo, el pirata o los guerreros.
Tampoco recordaba el sufrimiento de
su madre, María Concepción. Más bien lo habían mantenido alejado de ella, por
la enfermedad tan contagiosa que le aquejaba y le hacía parecer más vieja. Pero
si oía hablar frecuentemente de su extrema soledad y de la avaricia de sus
parientes que pretendían apropiarse de la fortuna familiar viéndola viuda,
joven y sola, sin un hombre que la respaldara (sic).
Enferma y débil, María Concepción
apenas podía sacar fuerzas de su viudez, viendo a sus cuatro hijos que
quedarían a merced de los ambiciosos si ella moría. Por ello, no solo dirigió a
la familia, sino también los negocios con una extraña resolución. La respaldaba
Don Feliciano, su padre, y sus hermanas Josefa y María Ignacia, quienes muchas
veces se encargaban de cuidar a Simoncito que hacía marullos para perderse
cuando el sol derramaba sus luces naranjas sobre los techos o cuando la neblina
del cerro el Ávila se regaba por las calles de la ciudad. (…)
A Simoncito tenían que buscarle
porque se perdía en la inmensidad de sus pensamientos. No salía de su estado
melancólico por mucho que se le llamara la atención, pues era rebelde, pasaba
del más grande entusiasmo al más lamentable silencio y de la risa más aguda al
enfurecimiento más extremo.
El único sitio donde brincaba como
chivo en roca era en la Cuadra de los Bolívar, quinta campestre, situada en las
riberas del Guiare, construida por su padre en un paraje hermoso (…) Era allí
donde sorbía con fruición los aires de libertad y donde el contacto con la
naturaleza disparaba sus ansias de volar como los pájaros. Allí era donde
siempre podía que se le celebraran sus cumpleaños (sic, por santo), pues toda
la familia disfrutaba yendo a aquel lugar y él podía esconderse de todos
después de haber recibido sus regalos, especialmente los que le mandaba su
querido tío Esteban. Y era allí donde su madre se ponía rozagante, respiraba
mejor y le daban menos fiebre (…)
La madre enferma viajaba a la
hacienda San Mateo buscando recuperar la salud que se agota. Don Feliciano, el
abuelo asume la administración de los bienes. La parte de Simoncito ha quedado
guardada en las manos del abogado Don Miguel Sanz, quien se encarga de su
cuidado en su doble condición de amigo de la familia y administrador ad litten
que en herencia le corresponden al niño.
El licenciado Sanz no le pierde pie
ni pisada. Exige silencio a todas horas, discreción, buenas maneras, hablando
pausado y suave. Para Simoncito todo aquello es torturante. Aquella mansión
helada es para él como un mausoleo con puertas. Extraña los ruidos de la casa y
a sus amigos bulliciosos de piel oscura. Donde Sanz todo es pulcritud, orden y
disciplina, libros, malgenio, arrogancia, silencio, encierro.
Pero es allí donde Simoncito consigue
le regalen su primer caballo, luego de montar un asno y exigirle lo que no
podía dar.
Allí fue donde Sanz, que el padre
Andújar, un monje capuchino con mentalidad progresista y nuevo método
pedagógico, empezó por contrato a educar al pequeño al que no pocos
consideraban un nervioso eral y que al religioso le significó tortura y
esfuerzos, pues aquel niño malgeniado se burló de sus lecciones (…) El niño, voluntarioso,
podía ser torturado antes de continuar las lecciones del padre Andújar. (…)
Simoncito se imponía a los esclavos,
no estudiaba, pasaba horas en las calles y los potreros, no se preocupaba mucho
por su aseo personal y sacaba unos latinajos en su boca más propia de
carretilleros (sic, por arrieros) y cargadores de bultos. Andaba con un perro
que le seguía a todas partes, tan sucio, tan solo, tan huérfano y abandonado
como él. Cuando sentía nostalgia del hogar se refugiaba en casa de su hermana
María Antonia, quien muchas veces tuvo que argumentarle para convencerlo que
regresara a la casa del tío tutor.
El tío Carlos olvidaba las fiestas de
cumpleaños (sic, por santo) de aquel muchacho que ya entraba en la
adolescencia, quien transido de dolor abandona la estancia y se va donde María
Antonia. Ella, en compañía de su esposo, Pablo Clemente y Francia, acude a la
Real Audiencia, y denuncia el estado de abandono del niño; el tribunal hace
averiguaciones y procede a ordenar que Simón permanezca con su hermana.
Su tío, el desgraciado buena vida,
hace varios intentos por recuperar al niño y poder seguir gastando a manos
llenas su herencia. Los caraqueños miraban con estupor, la mísera situación
(sic) del huerfanito y la mezquina actitud del tío. Pero el tribunal se inclina
a que el tío Carlos, y no la hermana, siga custodiando y administrando la
herencia del menor. Propone transferirlo a la casa de Don Simón Rodríguez,
maestro de la escuela pública de primeras letras, que siendo un sujeto de
probidad y habilidad notorias y estando destinado por su oficio a la enseñanza
de los niños, pedía más cómodamente proveer la educación de éste (…)
Después de la algazara, propuso
mudarse a la casa de Simón Rodríguez. Para darle punto final aquel incidente,
los magistrados aceptaron de buena gana.”[5]
Retrato de Simón Bolívar a la edad de
16 años cuando viajó en 1799 a Veracruz, México.
Por el lado de los niños y jóvenes
pardos, que eran mayoritariamente más numerosos, no hay evidencias que hayan
desarrollado una fraternidad en sus tiempos infantiles con los blancos y negros
de manera tan estrecha. Esto quiere decir que se mantuvieron en cierto sentido
como excluidos en todo aquello que podían compartir de su mundo infantil; esto
es sus juegos, entretenimientos, y desde luego, la misma educación escolar que
aparecerá tardíamente para los pardos, por no disponer de medios de fortuna y
tutores que se encargasen exclusivamente de su educación. Otro aspecto a
considerar, es su temprana incorporación al campo de trabajo con la
correspondiente deserción escolar, en el caso que estuviese asistiendo,
generalmente impulsado por necesidades de sobrevivencia, practicando una
actividad artesanal a la que se incorporaba tempranamente en calidad de
aprendiz de un oficio, que por lo común también desempeñaba el padre. Cuando no
ocurría así, algunos padres ponían a sus hijos a las órdenes de un maestro
artesano por medio de contrato, para que le enseñara el oficio que costeaba el aprendiz
con su asistencia al taller del maestro por un tiempo estipulado. No estaban
exentos, claro está, de las faenas agrícolas, el de sirvientes domésticos y
recaderos dentro de su propio estamento social. Desde los primeros tiempos de
la ciudad, hubo esta práctica enseñar un oficio a un niño por un artesano por
medio de un contrato, que podía pagarse por un trueque en el que servía de pago el propio jornal del infante.
Al parecer, los niños y adolescentes
pardos fueron más propensos en andar vagando por las calles y descampados, tras
formar gavillas o pandillas de mucho temer en sus “territorios,” producto de
los enfrentamientos que sostenían con jóvenes también pardos de otros barrios. Otro
modo de “diversión,” a consecuencia de su trashumancia urbana, estaba en
prácticas vandálicas, entre otras, de arrojar piedras a los tejados, romper los
faroles del alumbrado público, o robarse las velas y lámparas de aceite que
contenían dichos faroles. Las más peligrosas travesuras en opinión de las
autoridades, fue la propensión de estos jóvenes a los juegos de invite y azar,
especialmente los billares que, al envilecer por igual a ricos y pobres, se
consideró una actividad prohibida a los menores con la correspondiente responsabilidad
de sus progenitores. Con igual insistencia, no estaba permitido volar cometas a
los pardos, por los constantes accidentes de sangre que causaban al colocarle
hojillas a las colas de dichos artefactos, que en ocasiones produjo la muerte,
según parece, a otros niños por degollamiento. Esta disposición afectó también
a los esclavos adolescentes, porque los distraía de sus faenas de trabajo, al
ver surcar los cielos estas gráciles cometas. Unos y otros casi siempre fueron
los primeros sospechosos de los robos en las casas de la ciudad, cuando se
realizaba la tradicional fiesta del corpus Cristi al parecer disfrazados de
diablitos, que en compañía de adultos, irrumpían salvajemente en los hogares y
se llevaban algunos objetos, pese al ojo avizor de propietario.
Un curioso hecho digno de mención atribuido a
los niños pardos, es uno que está registrado en los documentos por motivos muy
distintos a sus acostumbradas tropelías, es cuando crearon en los días
siguientes a la formación de la Junta Suprema de Caracas el 19 de Abril de 1810,
una “Legión de Muchachos” para defender la naciente república; propuesta que
lógicamente las autoridades del Ayuntamiento rechazaron por temeraria, no sin
antes expresar las debidas gracias a los niños firmantes de la iniciativa
patriótica. Son por estos mismos días cuando recrudecen los enfrentamientos de
muchachos entre los barrios de la ciudad, asumiendo que eran bandas partidarias,
supuestamente, de uno u otro grupo del conflicto político de la independencia
en ciernes. Las autoridades impusieron penas pecuniarias y arrestos a los
padres de estos jóvenes, con el propósito de ponerle fin a este escandaloso
asunto que tenía en vilo a los vecinos de la ciudad.
En el caso de las niñas blancas las cosas
resultan más complicadas, en el entendido que no tuvieron formalmente una
educación escolarizada, al recibir toda su enseñanza de sus madres y hayas en
sus propias casas. Leer, tejer y rezar básicamente constituía tal enseñanza.
Debe recordarse, además, que su pubertad siempre estaba acechada por
planificados o imprevistos enlaces nupciales casi siempre con hombres muy
mayores, algo que no las eximía de tener por lo general, una prole numerosa estimulada
por más de un enlace matrimonial, y al hecho a que la tasa de mortalidad infantil,
era sumamente elevada en aquellos tiempos, y la única forma de palearla,
significaba en consecuencia tener muchos hijos en el matrimonio como en efecto acontecía
en Caracas. En una escala más baja, este libreto de vida de las niñas, se
repetía con algunas variantes en las niñas pardas, con la particularidad que
muchas de ellas trabajaban en diversas actividades con sus madres,
especialmente el de la venta de alimentos tanto en el mercado como por las
calles de la ciudad. En el campo era ciertamente cruento, por las exigencias
que implicaba las labores agrícolas “para ganarse el sustento de la vida
humana,” como solían testimoniar en los documentos.
Fuera de estas particularidades que
formaron y entorpecieron el mundo de la niñez en Caracas durante le época
colonial, vale la pena comentar la casi inexistente referencia a los juegos y juguetes
de los niños en la ciudad. Ni en los inventarios de tiendas y pulperías, como
tampoco en los avalúos de bienes anexos a los testamentos y demás documentos
públicos, que dan cuenta pormenorizada precisamente de los bienes poseídos por
particulares e instituciones ligadas a la niñez, no se encuentra dato alguno
que nos haga suponer de su existencia, cuando menos para los niños de familias
mantuanas o acomodadas caraqueñas. Tampoco en los pormenorizados detalles de
los ilustres viajeros que visitaron Caracas como por ejemplo Humboldt o Depons,
hacen comentario alguno en sus celebrados relatos por todos conocidos. Ello desde luego no es razón para anular la
poderosa imaginación de los infantes, que bien podían arreglárselas ante tales
carencias de juguetes, haciendo ellos mismos o con la ayuda de un adulto,
réplicas de espadas y demás armas para simular juegos de heroicas batallas, o
bien figurando andar en briosos caballos en busca de maravillosas aventuras,
tan sólo con colocar un palo entre sus piernas y echar a la carrera. Sabemos no
obstantes, que a los chicos ricos una de las primeras lecciones que aprendían
de sus padres, era el de mantenerse firme en una cabalgadura, así como de
recibir clases de esgrima. A las niñas por su parte, no las imaginamos
sosteniendo en su regazo algún muñeco de madera o trapo que pareciera un recién
nacido para así alimentar sus instintos maternales, o bien acicalándose
imitando de sus madres el coqueteo femenino. Decimos esto bajo la certeza que,
desde antes de la antigüedad greco-romana, se conoce la existencia de los
juguetes de niños gracias a las excavaciones arqueológicas, lo que dan prueba
de su existencia y utilidad muy difundida en toda Europa en el siglo XVI. Así
debemos suponer en estos tiempos coloniales la presencia, además del papagayo,
el entretenido uso de pirinolas, canicas (metras), figuras de soldados y
muñecas de trapo, madera y porcelana, como otros tantos artefactos infantiles
que servían sin duda para ampliar y avivar la ya inmensa imaginación de los
niños.
El acuciante y estricto licenciado
Miguel José Sanz, -si prescindimos de las opiniones de Simón Rodríguez y Andrés
Bello- en un informe sobre la educación pública a fines del siglo XVIII, nos da
una idea bastante interesante de lo que era la enseñanza de los niños de la
clase acomodada, en términos de poner en claro lo erróneo de su filosofía o
doctrina a la que consideraba negativa al estar muy influenciada por los
prejuicios sociales de su tiempo. Pudiese resumir el contenido de los
argumentos de Sanz, pero no quiero que el lector pierda detalles de esta
interesante sinopsis, que es resultado del análisis de diversos factores que
intervinieron en la conformación de una educación que formó en buena medida a
los hombres que, de diversas formas, integraron a la clase dominante y muy
particularmente a la élite encargada del sostenimiento del régimen colonial en
Caracas hasta los extraordinarios sucesos del 19 de Abril de 1810. Entre otras
cosas señalaba:
“Tan pronto como el niño tiene uso de
razón, se lleva a la escuela, donde aprende a leer en libros de mal forjados
cuentos, de milagros espantosos o de devoción sin principios, reducida a
ciertas prácticas exteriores que lo hacen hipócrita o falso.
Lejos de inspirarle normas
verdaderamente cristianas, educándoles en aquellas obligaciones base de todas
las demás y haciéndoles comprender, desde el principio, la grandeza, el poder,
la bondad, la justicia del Ser Supremo, creador de todas las cosas, el padre se
conforma y cree haber cumplido su deber, si su hijo sabe de memoria algunas
oraciones, reza el rosario, lleva escapularios y cumple con otras prácticas
exteriores del cristianismo (…) En lugar de enseñarle al niño lo que debe a
Dios, a sí mismo y al prójimo, se le abandona en toda clase de peligrosos
entretenimientos, sin cuidar para nada de las compañías que escoge. Como
preceptos se le inculcan ciertos dictados de la vanidad y del orgullo, que
llevan a abusar de las prerrogativas de su nacimiento, porque ignoran para lo
que estas sirven. Pocos niños hay en Caracas que no se crean más nobles que
todos los demás y no se precien de tener un abuelo Alférez, un tío Alcalde, un
hermano Monje o un Sacerdote por pariente. (…)
Materialmente no hay persona
distinguida que no pretenda ser militar, aunque carezca de todas las nociones
preliminares e indispensables a ese noble ejercicio, ni nadie blanco o
blanqueado, que no quiera ser Abogado, Sacerdote o Monje, y aquellos que no
puedan llevar tan lejos sus pretensiones, aspiran por lo menos a ser notarios,
escribanos, suplentes de sacristán, o pertenecer a alguna comunidad religiosa
en calidad de lego, pupilo o recogida, por manera que los campos se hallan
desiertos y su fertilidad testimonia contra nuestra religión. Se desdeña la
agricultura. Quiere cada cual vivir del ocio, entregado a los feos vicios de la
lujuria, el juego, la intriga y la calumnia. Y por ello se multiplican los
procesos, medran los malos, se desaniman los buenos y todo se corrompe[6]”
Este sería el boceto de un cuadro
incompleto, cuyas imágenes de conjunto se formaron en Caracas en los tiempos de
la colonia. Queda por incorporar las acciones que directamente emprendieron las
instituciones de gobierno, desde el Rey hasta el Ayuntamiento pasado por el
Gobernador y capitán General, sin excluir la Real Audiencia y el importante
poder eclesiástico. Por ejemplo, son de obligada mención en las medidas protección
de la infancia, las disposiciones reales sobre los niños expósitos, la
inseminación de la vacuna contra la viruela entre la población infantil que fue
una de las enfermedades más terribles que cundió con mucha frecuencia; la
erección de instituciones educativas como el colegio Jesús, María y José, el
proyecto frustrado para establecer la escuela de Niños Nobles de Caracas, y
desde luego, la erección del Colegio Seminario Santa Rosa de Lima en 1721, que se
transformará en la primera universidad en el país, donde se formará la clase
política que dirigirá, de una u otra manera, la república a partir de su
establecimiento en 1811.
Cronista de la Ciudad.
[1] Véase: Guillermo
Durand. “Santiago de León, primera Iglesia parroquial de Caracas” en Fragmentos del pasado caraqueño. pp. 17- 33.
[2] Véase: Estefanía
Bower. El Libro parroquial más antiguo
de Caracas. También, Carlos Iturriza
Guillen. Algunas familias
Caraqueñas.
[3] Véase: Blas
Millán.” Caracas bajo el pontificado de don Fray Mauro de Tovar”. Citado
por Guillermo Durand en: Caracas Bajo la
Mirada Propia y Ajena. pp. 5-17.
[4] Ibidem. 10.
[5] Luis Roncallo Fandiño. Las locuras
pasionales de Bolívar. Pp. 63-68. Véase también: Guillermo castillo Lara. Cuando el Sol era Niño y Juan Bosch.
Simón Bolívar (biografía para
escolares.)
[6] Miguel José Sanz “Informe sobre educación pública durante la colonia” en: Caracas en la Mirada Propia... Ob.cit
pp. 61-63. Véase también: Áureo Yépez Castillo. La educación primaria en
la época de Bolívar.
FUENTES CONSULTADAS:
BOSCH, Juan., Simón Bolívar (biografía para escolares). Buenos Aires. 1960. S/d E.
BOWER, Estefanía. El Libro Parroquial más antiguo de Caracas. Caracas, Ediciones del Cuatricentenario de Caracas, 1q967.
CASTILLO LARA, Guillermo. Cuando El Sol era niño. Folleto publicado por le Concejo Municipal del Distrito federal, 1983.
DURAND, Guillermo. Caracas en la mirada propia y ajena. Caracas, Fundarte, 2012, Fragmentos del Pasado Caraqueño. Caracas, Instituto Municipal de Publicaciones, 2007.
ITURRIZA GUILLEN, Carlos. Algunas familias caraqueñas. Caracas, S7d. 1967. 2 tomos.
RONCALLO FANDIÑO, Luis. Las locuras pasionales de Bolívar. Madrid, Editorial Planeta, 2011.
YEPEZ CASTILLO, Áureo. La educación primaria en época de Bolívar. Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1985.