LA EDAD DE LA INOCENCIA EN LA CARACAS COLONIAL


Si existe una deuda de nuestra historiografía en sus propósitos de ofrecernos conocimientos, esta será la de esclarecer cómo era la vida de los niños y adolescentes en el pasado venezolano. El caso de Caracas es un buen ejemplo de esta carencia, lo que no implica soslayar ciertos esfuerzos realizados por algunos costumbristas y cronistas de fines del siglo XIX, que pusieron su interés en contar uno que otro episodio o anécdota sobre la niñez en la capital de la república. Empero, tales trabajos lejos están de haberse planteado la solución de la aludida deuda que tenemos con respecto a este espinoso tema, que por sí mismo, es apasionante por el reto que implica su abordaje para desentrañar sus complejos vínculos con el acontecer histórico singular y peculiar de nuestra ciudad. Dicho esto, podríamos referirnos al periodo colonial en Caracas como la etapa en donde la niñez y adolescencia, son muy difíciles de esclarecer por los numerosos escoyos que existen para su conocimiento. Entre tales obstáculos, podemos reiterar la falta de estudios serios que se hayan ocupado de esta cuestión; y complementar, con el laconismo prevaleciente en las fuentes documentales, tanto públicas como privadas, que son muy reacias a soltar prendas que permitan tomar la hebra para coser el tapiz de los acontecimientos y hechos, que suponemos, articularon esta historia hasta ahora ignorada, pero no por ello carente de importancia para su estudio sistemático.

          Como es de lógico suponer, los niños y adolescentes no entran en los relatos (con excepción a los dos hijos de Rodríguez Suarez muertos por Guaicaipuro) de la cruenta etapa de la conquista y fundación de la ciudad que ocupa los años que van de 1555 a 1567 (Francisco Fajardo y Diego de Losada). Es con posterioridad al establecimiento de la primera parroquia eclesiástica de Caracas en 1573 (Catedral),[1] cuando podemos suponer su presencia como relevo generacional en formación, que tuvo la significación histórica de representar genuinamente a los primeros caraqueños propiamente dichos nacidos en la ciudad, en sustitución de los conquistadores peninsulares, y ser al mismo tiempo, los encargados de llevar inicialmente a efecto, el patrón que servirá de modelo para implantar el régimen colonial en la nueva sociedad que se puso en marcha. Esta primera generación de  genuinos caraqueños y las que les sucederán hasta los inicios del siglo XIX, obviamente ocuparán un papel en los estratos familiares y sociales de estos tempranos tiempos, que no son fáciles de mostrar en toda su complejidad histórica, al quedar sumergidos por así decir, en la aparente relevancia de la vida de los adultos que ciertamente compartían la responsabilidad de sus cuidados y orientación, a los efectos de prepararlos para los avatares o disfrutes que implicaba el fin de la niñez y la pubertad, con su ingreso al mundo real plagado de las injusticias y contradicciones de la vida adulta. En los libros de bautismos de la parroquia catedral, están muchos de los nombres de estos primeros caraqueños principales, pues queda en el olvido los nacidos de otros vientres, como lo eran los blancos de orilla, pardos, negros e indios.[2] Decimos esto en atención a que los libros de bautismo como los padrones eclesiásticos, por lo general quedaban reducidos a simples guarismos sin más detalles que no fuesen distinto a la edad de los niños, su condición social y el sitio de residencia.
          
La vida de los niños como los adolescentes del último tercio del siglo XVI hasta que la ciudad completa sus cien primeros años (1667), parece no haber variado en muchos aspectos. Pertinente es aclarar que nos encontramos en una sociedad estamental donde, la niñez está representada en todos sus estratos. Para entonces, ya casi se encuentra extinguida la presencia de infantes indígenas en provecho del mestizaje, pero respondiendo a la cruda realidad de un nuevo despojo distinto a la confiscación de las tierras a la población autóctona; ahora se trata de sus hembras que se las reparten los blancos y negros tras los sistemáticos secuestros que éstos hacen de las bellas indias, sin la menor oportunidad que tienen sus maridos y demás parientes varones, de encontrar justicia para esas atroces prácticas.  El desdén para solventar tal situación, está entre otras razones, en prejuicios sociales y psicológicos hacia los indios. Sin omitir el importante hecho de la haberlos encomendados, las indias nunca contaron con el favor de las mujeres blancas acomodadas que siempre prefirieron a las negras para el cuidado, enseñanza y compartir de sus hijos. Esto quiere decir que sus descendientes hasta entrar a la adultez, establecían estrechos vínculos afectivos con nodrizas y hayas esclavas, así como con los hijos de éstas en sus juegos y correrías infantiles.[3]

          En opinión de Blas Millán, cuyos pareceres hemos venido siguiendo: “Los negros se casaban según lo ordena y manda la religión, y su familia era moral y legítima como la de los blancos. Los indios, aun los que habían recibido el santo bautismo, rehuían el matrimonio, y se les atribuía descarada poligamia. Se les sospechaba también de poseer conocimiento de hechicería y magia, y por tantas razones las señoras confiaban más en los negros, y encargaban del cuido de sus hijos a las esclavas, de preferencia a las indias. Para amas de cría también se buscaban negras jóvenes, nacidas en la casa, cuya buena salud no dejase lugar a dudas.

         Ya en la segunda generación abundaban blancos y negros que habían nacido y se habían criado en las mismas casas. De niños fraternizaron en juegos, porque si bien los padres preferían ver los chicos blancos en el patio principal, y los negros en el corral, o cuando más en el segundo patio, solía suceder que para la amenidad de un juego era indispensable aumentar el número de los participantes, y entonces el segundo patio o el corral facilitaban el contingente reclamado por los chicos del amo con empeño contra lo cual nada podían los prejuicios de los señores.

          Había pues, amistades de infancia entre negros y blancos. Como los indios vivían lejos, era casi imposible la amistad entre chicos indios y chicos blancos.”[4]

          Se me antoja que puedo recurrir a modo de ilustración, muy lícita cuando hablamos del mundo infantil, lo que nos puede ofrecer la novela histórica. En este caso se trata del trabajo de Luis Roncallo, en donde construye un sutil cuadro de la niñez de Simón Bolívar, pero con un sentido crítico propio del historiador profesional, pese alguno que otro presentismo que no invalida sus argumentos. De modo pues que copiamos un largo pasaje del capítulo VII titulado “Dolor, Muerte y Soledad: Caracas de sus recuerdos”:

         “Se levantaba /Simoncito/ temprano para que los demás despertaran al sentir sus pasos fuertes sobre el piso, cuando corría a caballo sobre un escobajo de espigas de mijo con su espada de madera que le había hecho Pancho, el esclavo que le complacía sus caprichos infantiles. Espada con la que soñaba libertar a los suyos y poderle decir a la madre Hipólita Tu y los tuyos son libres, se acabó la esclavitud, trabajen para ustedes y para nadie más.

          Nunca fue un niño tonto de esos que se quedan quietos con una simple mirada o al fragor de unas palmadas o correazos. Le encantaba hacer travesuras, hacerse el gracioso, importunar a los demás con preguntas capciosas. No tenía sombras de dolor para la muerte de su padre, ya que tenía dos años y medio cuando ello ocurrió, el 18 de enero de 1786. Ese día un paro cardiorrespiratorio sacó a su padre de este mundo. Así que no había un mayor que le impidiera meterse en las conversaciones de los adultos, que no le dejaran jugar a la gallinita ciega, al escondite, la guerra de los soldaditos de plomo, el palito sucio, el orinare lejos, el gárgaro malojo, el pirata o los guerreros.

          Tampoco recordaba el sufrimiento de su madre, María Concepción. Más bien lo habían mantenido alejado de ella, por la enfermedad tan contagiosa que le aquejaba y le hacía parecer más vieja. Pero si oía hablar frecuentemente de su extrema soledad y de la avaricia de sus parientes que pretendían apropiarse de la fortuna familiar viéndola viuda, joven y sola, sin un hombre que la respaldara (sic).

         Enferma y débil, María Concepción apenas podía sacar fuerzas de su viudez, viendo a sus cuatro hijos que quedarían a merced de los ambiciosos si ella moría. Por ello, no solo dirigió a la familia, sino también los negocios con una extraña resolución. La respaldaba Don Feliciano, su padre, y sus hermanas Josefa y María Ignacia, quienes muchas veces se encargaban de cuidar a Simoncito que hacía marullos para perderse cuando el sol derramaba sus luces naranjas sobre los techos o cuando la neblina del cerro el Ávila se regaba por las calles de la ciudad. (…)  

          A Simoncito tenían que buscarle porque se perdía en la inmensidad de sus pensamientos. No salía de su estado melancólico por mucho que se le llamara la atención, pues era rebelde, pasaba del más grande entusiasmo al más lamentable silencio y de la risa más aguda al enfurecimiento más extremo.   

          El único sitio donde brincaba como chivo en roca era en la Cuadra de los Bolívar, quinta campestre, situada en las riberas del Guiare, construida por su padre en un paraje hermoso (…) Era allí donde sorbía con fruición los aires de libertad y donde el contacto con la naturaleza disparaba sus ansias de volar como los pájaros. Allí era donde siempre podía que se le celebraran sus cumpleaños (sic, por santo), pues toda la familia disfrutaba yendo a aquel lugar y él podía esconderse de todos después de haber recibido sus regalos, especialmente los que le mandaba su querido tío Esteban. Y era allí donde su madre se ponía rozagante, respiraba mejor y le daban menos fiebre (…)

          La madre enferma viajaba a la hacienda San Mateo buscando recuperar la salud que se agota. Don Feliciano, el abuelo asume la administración de los bienes. La parte de Simoncito ha quedado guardada en las manos del abogado Don Miguel Sanz, quien se encarga de su cuidado en su doble condición de amigo de la familia y administrador ad litten que en herencia le corresponden al niño.

          El licenciado Sanz no le pierde pie ni pisada. Exige silencio a todas horas, discreción, buenas maneras, hablando pausado y suave. Para Simoncito todo aquello es torturante. Aquella mansión helada es para él como un mausoleo con puertas. Extraña los ruidos de la casa y a sus amigos bulliciosos de piel oscura. Donde Sanz todo es pulcritud, orden y disciplina, libros, malgenio, arrogancia, silencio, encierro.

         Pero es allí donde Simoncito consigue le regalen su primer caballo, luego de montar un asno y exigirle lo que no podía dar.

         Allí fue donde Sanz, que el padre Andújar, un monje capuchino con mentalidad progresista y nuevo método pedagógico, empezó por contrato a educar al pequeño al que no pocos consideraban un nervioso eral y que al religioso le significó tortura y esfuerzos, pues aquel niño malgeniado se burló de sus lecciones (…) El niño, voluntarioso, podía ser torturado antes de continuar las lecciones del padre Andújar. (…)

          Simoncito se imponía a los esclavos, no estudiaba, pasaba horas en las calles y los potreros, no se preocupaba mucho por su aseo personal y sacaba unos latinajos en su boca más propia de carretilleros (sic, por arrieros) y cargadores de bultos. Andaba con un perro que le seguía a todas partes, tan sucio, tan solo, tan huérfano y abandonado como él. Cuando sentía nostalgia del hogar se refugiaba en casa de su hermana María Antonia, quien muchas veces tuvo que argumentarle para convencerlo que regresara a la casa del tío tutor.

          El tío Carlos olvidaba las fiestas de cumpleaños (sic, por santo) de aquel muchacho que ya entraba en la adolescencia, quien transido de dolor abandona la estancia y se va donde María Antonia. Ella, en compañía de su esposo, Pablo Clemente y Francia, acude a la Real Audiencia, y denuncia el estado de abandono del niño; el tribunal hace averiguaciones y procede a ordenar que Simón permanezca con su hermana.

          Su tío, el desgraciado buena vida, hace varios intentos por recuperar al niño y poder seguir gastando a manos llenas su herencia. Los caraqueños miraban con estupor, la mísera situación (sic) del huerfanito y la mezquina actitud del tío. Pero el tribunal se inclina a que el tío Carlos, y no la hermana, siga custodiando y administrando la herencia del menor. Propone transferirlo a la casa de Don Simón Rodríguez, maestro de la escuela pública de primeras letras, que siendo un sujeto de probidad y habilidad notorias y estando destinado por su oficio a la enseñanza de los niños, pedía más cómodamente proveer la educación de éste (…)

         Después de la algazara, propuso mudarse a la casa de Simón Rodríguez. Para darle punto final aquel incidente, los magistrados aceptaron de buena gana.”[5] 
         

         Retrato de Simón Bolívar a la edad de 16 años cuando viajó en 1799 a Veracruz, México.
         
          Por el lado de los niños y jóvenes pardos, que eran mayoritariamente más numerosos, no hay evidencias que hayan desarrollado una fraternidad en sus tiempos infantiles con los blancos y negros de manera tan estrecha. Esto quiere decir que se mantuvieron en cierto sentido como excluidos en todo aquello que podían compartir de su mundo infantil; esto es sus juegos, entretenimientos, y desde luego, la misma educación escolar que aparecerá tardíamente para los pardos, por no disponer de medios de fortuna y tutores que se encargasen exclusivamente de su educación. Otro aspecto a considerar, es su temprana incorporación al campo de trabajo con la correspondiente deserción escolar, en el caso que estuviese asistiendo, generalmente impulsado por necesidades de sobrevivencia, practicando una actividad artesanal a la que se incorporaba tempranamente en calidad de aprendiz de un oficio, que por lo común también desempeñaba el padre. Cuando no ocurría así, algunos padres ponían a sus hijos a las órdenes de un maestro artesano por medio de contrato, para que le enseñara el oficio que costeaba el aprendiz con su asistencia al taller del maestro por un tiempo estipulado. No estaban exentos, claro está, de las faenas agrícolas, el de sirvientes domésticos y recaderos dentro de su propio estamento social. Desde los primeros tiempos de la ciudad, hubo esta práctica enseñar un oficio a un niño por un artesano por medio de un contrato, que podía pagarse por un trueque en el que servía de pago el propio jornal del infante.

          Al parecer, los niños y adolescentes pardos fueron más propensos en andar vagando por las calles y descampados, tras formar gavillas o pandillas de mucho temer en sus “territorios,” producto de los enfrentamientos que sostenían con jóvenes también pardos de otros barrios. Otro modo de “diversión,” a consecuencia de su trashumancia urbana, estaba en prácticas vandálicas, entre otras, de arrojar piedras a los tejados, romper los faroles del alumbrado público, o robarse las velas y lámparas de aceite que contenían dichos faroles. Las más peligrosas travesuras en opinión de las autoridades, fue la propensión de estos jóvenes a los juegos de invite y azar, especialmente los billares que, al envilecer por igual a ricos y pobres, se consideró una actividad prohibida a los menores con la correspondiente responsabilidad de sus progenitores. Con igual insistencia, no estaba permitido volar cometas a los pardos, por los constantes accidentes de sangre que causaban al colocarle hojillas a las colas de dichos artefactos, que en ocasiones produjo la muerte, según parece, a otros niños por degollamiento. Esta disposición afectó también a los esclavos adolescentes, porque los distraía de sus faenas de trabajo, al ver surcar los cielos estas gráciles cometas. Unos y otros casi siempre fueron los primeros sospechosos de los robos en las casas de la ciudad, cuando se realizaba la tradicional fiesta del corpus Cristi al parecer disfrazados de diablitos, que en compañía de adultos, irrumpían salvajemente en los hogares y se llevaban algunos objetos, pese al ojo avizor de propietario.

           Un curioso hecho digno de mención atribuido a los niños pardos, es uno que está registrado en los documentos por motivos muy distintos a sus acostumbradas tropelías, es cuando crearon en los días siguientes a la formación de la Junta Suprema de Caracas el 19 de Abril de 1810, una “Legión de Muchachos” para defender la naciente república; propuesta que lógicamente las autoridades del Ayuntamiento rechazaron por temeraria, no sin antes expresar las debidas gracias a los niños firmantes de la iniciativa patriótica. Son por estos mismos días cuando recrudecen los enfrentamientos de muchachos entre los barrios de la ciudad, asumiendo que eran bandas partidarias, supuestamente, de uno u otro grupo del conflicto político de la independencia en ciernes. Las autoridades impusieron penas pecuniarias y arrestos a los padres de estos jóvenes, con el propósito de ponerle fin a este escandaloso asunto que tenía en vilo a los vecinos de la ciudad.  
             
En el caso de las niñas blancas las cosas resultan más complicadas, en el entendido que no tuvieron formalmente una educación escolarizada, al recibir toda su enseñanza de sus madres y hayas en sus propias casas. Leer, tejer y rezar básicamente constituía tal enseñanza. Debe recordarse, además, que su pubertad siempre estaba acechada por planificados o imprevistos enlaces nupciales casi siempre con hombres muy mayores, algo que no las eximía de tener por lo general, una prole numerosa estimulada por más de un enlace matrimonial, y al hecho a que la tasa de mortalidad infantil, era sumamente elevada en aquellos tiempos, y la única forma de palearla, significaba en consecuencia tener muchos hijos en el matrimonio como en efecto acontecía en Caracas. En una escala más baja, este libreto de vida de las niñas, se repetía con algunas variantes en las niñas pardas, con la particularidad que muchas de ellas trabajaban en diversas actividades con sus madres, especialmente el de la venta de alimentos tanto en el mercado como por las calles de la ciudad. En el campo era ciertamente cruento, por las exigencias que implicaba las labores agrícolas “para ganarse el sustento de la vida humana,” como solían testimoniar en los documentos.

          Fuera de estas particularidades que formaron y entorpecieron el mundo de la niñez en Caracas durante le época colonial, vale la pena comentar la casi inexistente referencia a los juegos y juguetes de los niños en la ciudad. Ni en los inventarios de tiendas y pulperías, como tampoco en los avalúos de bienes anexos a los testamentos y demás documentos públicos, que dan cuenta pormenorizada precisamente de los bienes poseídos por particulares e instituciones ligadas a la niñez, no se encuentra dato alguno que nos haga suponer de su existencia, cuando menos para los niños de familias mantuanas o acomodadas caraqueñas. Tampoco en los pormenorizados detalles de los ilustres viajeros que visitaron Caracas como por ejemplo Humboldt o Depons, hacen comentario alguno en sus celebrados relatos por todos conocidos.  Ello desde luego no es razón para anular la poderosa imaginación de los infantes, que bien podían arreglárselas ante tales carencias de juguetes, haciendo ellos mismos o con la ayuda de un adulto, réplicas de espadas y demás armas para simular juegos de heroicas batallas, o bien figurando andar en briosos caballos en busca de maravillosas aventuras, tan sólo con colocar un palo entre sus piernas y echar a la carrera. Sabemos no obstantes, que a los chicos ricos una de las primeras lecciones que aprendían de sus padres, era el de mantenerse firme en una cabalgadura, así como de recibir clases de esgrima. A las niñas por su parte, no las imaginamos sosteniendo en su regazo algún muñeco de madera o trapo que pareciera un recién nacido para así alimentar sus instintos maternales, o bien acicalándose imitando de sus madres el coqueteo femenino. Decimos esto bajo la certeza que, desde antes de la antigüedad greco-romana, se conoce la existencia de los juguetes de niños gracias a las excavaciones arqueológicas, lo que dan prueba de su existencia y utilidad muy difundida en toda Europa en el siglo XVI. Así debemos suponer en estos tiempos coloniales la presencia, además del papagayo, el entretenido uso de pirinolas, canicas (metras), figuras de soldados y muñecas de trapo, madera y porcelana, como otros tantos artefactos infantiles que servían sin duda para ampliar y avivar la ya inmensa imaginación de los niños.

          El acuciante y estricto licenciado Miguel José Sanz, -si prescindimos de las opiniones de Simón Rodríguez y Andrés Bello- en un informe sobre la educación pública a fines del siglo XVIII, nos da una idea bastante interesante de lo que era la enseñanza de los niños de la clase acomodada, en términos de poner en claro lo erróneo de su filosofía o doctrina a la que consideraba negativa al estar muy influenciada por los prejuicios sociales de su tiempo. Pudiese resumir el contenido de los argumentos de Sanz, pero no quiero que el lector pierda detalles de esta interesante sinopsis, que es resultado del análisis de diversos factores que intervinieron en la conformación de una educación que formó en buena medida a los hombres que, de diversas formas, integraron a la clase dominante y muy particularmente a la élite encargada del sostenimiento del régimen colonial en Caracas hasta los extraordinarios sucesos del 19 de Abril de 1810. Entre otras cosas señalaba:
         
        “Tan pronto como el niño tiene uso de razón, se lleva a la escuela, donde aprende a leer en libros de mal forjados cuentos, de milagros espantosos o de devoción sin principios, reducida a ciertas prácticas exteriores que lo hacen hipócrita o falso.

          Lejos de inspirarle normas verdaderamente cristianas, educándoles en aquellas obligaciones base de todas las demás y haciéndoles comprender, desde el principio, la grandeza, el poder, la bondad, la justicia del Ser Supremo, creador de todas las cosas, el padre se conforma y cree haber cumplido su deber, si su hijo sabe de memoria algunas oraciones, reza el rosario, lleva escapularios y cumple con otras prácticas exteriores del cristianismo (…) En lugar de enseñarle al niño lo que debe a Dios, a sí mismo y al prójimo, se le abandona en toda clase de peligrosos entretenimientos, sin cuidar para nada de las compañías que escoge. Como preceptos se le inculcan ciertos dictados de la vanidad y del orgullo, que llevan a abusar de las prerrogativas de su nacimiento, porque ignoran para lo que estas sirven. Pocos niños hay en Caracas que no se crean más nobles que todos los demás y no se precien de tener un abuelo Alférez, un tío Alcalde, un hermano Monje o un Sacerdote por pariente. (…)
          Materialmente no hay persona distinguida que no pretenda ser militar, aunque carezca de todas las nociones preliminares e indispensables a ese noble ejercicio, ni nadie blanco o blanqueado, que no quiera ser Abogado, Sacerdote o Monje, y aquellos que no puedan llevar tan lejos sus pretensiones, aspiran por lo menos a ser notarios, escribanos, suplentes de sacristán, o pertenecer a alguna comunidad religiosa en calidad de lego, pupilo o recogida, por manera que los campos se hallan desiertos y su fertilidad testimonia contra nuestra religión. Se desdeña la agricultura. Quiere cada cual vivir del ocio, entregado a los feos vicios de la lujuria, el juego, la intriga y la calumnia. Y por ello se multiplican los procesos, medran los malos, se desaniman los buenos y todo se corrompe[6]

          Este sería el boceto de un cuadro incompleto, cuyas imágenes de conjunto se formaron en Caracas en los tiempos de la colonia. Queda por incorporar las acciones que directamente emprendieron las instituciones de gobierno, desde el Rey hasta el Ayuntamiento pasado por el Gobernador y capitán General, sin excluir la Real Audiencia y el importante poder eclesiástico. Por ejemplo, son de obligada mención en las medidas protección de la infancia, las disposiciones reales sobre los niños expósitos, la inseminación de la vacuna contra la viruela entre la población infantil que fue una de las enfermedades más terribles que cundió con mucha frecuencia; la erección de instituciones educativas como el colegio Jesús, María y José, el proyecto frustrado para establecer la escuela de Niños Nobles de Caracas, y desde luego, la erección del Colegio Seminario Santa Rosa de Lima en 1721, que se transformará en la primera universidad en el país, donde se formará la clase política que dirigirá, de una u otra manera, la república a partir de su establecimiento en 1811.  

  Por Guillermo Durand G. 
                                                                         Cronista de la Ciudad.



[1] Véase: Guillermo Durand. “Santiago de León, primera Iglesia parroquial de Caracas” en Fragmentos del   pasado caraqueño. pp. 17- 33.
[2] Véase: Estefanía Bower. El Libro parroquial más antiguo de Caracas. También, Carlos Iturriza Guillen. Algunas familias Caraqueñas.
[3] Véase: Blas Millán.” Caracas bajo el pontificado de don Fray Mauro de Tovar”. Citado por Guillermo Durand en: Caracas Bajo la Mirada Propia y Ajena. pp. 5-17.
[4] Ibidem. 10.
[5] Luis Roncallo Fandiño. Las locuras pasionales de Bolívar. Pp. 63-68. Véase también: Guillermo castillo Lara. Cuando el Sol era Niño y Juan Bosch. Simón Bolívar (biografía para escolares.)
[6] Miguel José Sanz “Informe sobre educación pública durante la colonia” en: Caracas en la Mirada Propia... Ob.cit pp. 61-63. Véase también: Áureo Yépez Castillo. La educación primaria en la época de Bolívar.     


FUENTES CONSULTADAS:

BOSCH, Juan., Simón Bolívar (biografía para escolares). Buenos Aires. 1960. S/d E.
BOWER, Estefanía. El Libro Parroquial más antiguo de Caracas. Caracas, Ediciones del Cuatricentenario de Caracas, 1q967.
CASTILLO LARA, Guillermo.  Cuando El Sol era niño. Folleto publicado por le Concejo Municipal del Distrito federal, 1983.
DURAND, Guillermo. Caracas en la mirada propia y ajena. Caracas, Fundarte, 2012, Fragmentos del Pasado Caraqueño. Caracas, Instituto Municipal de Publicaciones, 2007.
ITURRIZA GUILLEN, Carlos. Algunas familias caraqueñas. Caracas, S7d. 1967. 2 tomos.
RONCALLO FANDIÑO, Luis. Las locuras pasionales de Bolívar. Madrid, Editorial Planeta, 2011.
YEPEZ CASTILLO, Áureo. La educación primaria en época de Bolívar. Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1985.

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