CARACAS Y LAS EPIDEMIAS: UN ACERCAMIENTO HISTÓRICO AL TERROR DE LA CIUDAD. (TIEMPOS COLONIALES)
Son
inseparables los vínculos que se establecieron entre las epidemias y
Caracas en el curso de más de cuatro siglos de existencia de la
ciudad. Tras el lamentable saldo que hemos de suponer en tan
prolongado tiempo con la aparición de los más diversos contagios
patógenos, que sembraron el pánico ante quienes tuvieron el
infortunio de encarar la inminencia de la muerte, también ha de
contarse que en la determinación e incluso la credulidad de los
caraqueños para confrontar esta horrenda circunstancia, se cruzan
interesantes sucesos que contribuyeron a darle rostro histórico a la
ciudad en su afán de sobrevivencia, pues de forma fortuita, algunos
de ellos nutrieron la pintoresca vida de sus leyendas y mitos,
mientras que otros, asociados a hechos propiamente documentados y
comprensibles, dan cuenta de cómo Caracas se fraguó en su solidez
de urbe, pese a lo pertinaz de esas virulentas enfermedades
contagiosas que recurrentemente reclamaron tantas vidas caraqueñas.
Hoy por lo visto, lamentablemente, no nos hemos librado de estos
eventos infecciosos contagiosos, pues al parecer seguirán
incrementando sus víctimas de forma espeluznante. La reciente
aparición de la pandemia del COVID-19, mejor conocido por
coronavirus (neumonía), en la provincia de Wuhan en China el pasado
mes de diciembre, ya ha mostrado su rostro, más que intimidante y a
la velocidad de la luz, al aterrado mundo, para poner nuevamente en
vilo el destino de la humanidad. Caracas ante esta horrible noticia,
se encuentra más indefensa que hace más de cuatrocientos años
cuando fue fundada, a juzgar por la precariedad que acusa el
desmantelado sistema de salubridad que había prevalecido eficiente
en el curso de la era democrática de la segunda mitad del pasado
siglo XX.
Es
indudable que la conquista española trajo al Nuevo Mundo
enfermedades contagiosas que diezmaron a las poblaciones autóctonas
que carecían de cualquier protección en su sistema inmunológico
ante desconocidas patologías contagiosas como la viruela, influenza,
sarampión, tifos, tuberculosis, cólera, salmonela, peste bubónica,
fiebre amarilla, difteria, escarlatina y lepra, entre otras
enfermedades transmisibles. En el caso de la ciudad de Caracas,
tenemos constancias que tales afecciones nunca fueron inoculadas a
modo de armas biológicas tal como aconteció en México, Perú y
Mesoamérica, contribuyendo a la desaparición acelerada de los
imperios azteca e incaico, que hicieron legendario en el campo de la
crueldad de lesa humanidad, a los conquistadores Hernán Cortés y
Francisco Pizarro, que diseminaron, se afirma, intencionalmente la
viruela entre las poblaciones nativas que aspiraban someter para
consolidar su dominación.
La conquista de Caracas fue
cruenta y prolongada ante la férrea resistencia que presentaron las
poblaciones autóctonas a los españoles, pese a ello, insistimos, no
hay asomos durante esas luchas que alguna enfermedad contagiosa, haya
sido empleada en forma de arma biológica para dirimir ese asunto de
la dominación. Lo así afirmado no niega en absoluto la presencia de
agentes patógenos con su carga de muerte una vez emplazada la ciudad
por Diego de Losada en 1567. Al principio, veremos sólo la aparición
en la precaria población de Santiago de León, de recurrentes
epidemias de gripe, romadizos, catarros y otras afecciones que, si
bien son contagiosas, no tienen el poder de aniquilar su escasa
población de forma seriada; es decir, a la conformada por la primera
generación de descendientes de los conquistadores, ahora criollos,
como a la mestiza que viene acrisolándose entre blancos, indios y
negros. En una palabra, los primeros caraqueños nacidos en el siglo
XVII.
La
primera enfermedad mortal que recala en Caracas es la viruela que,
según algunos historiadores, siguiendo lo sostenido por Oviedo y
Baños en su histórica obra de 1723: Historia
de la Conquista y Poblamiento de la Provincia de Venezuela, fue
en 1580. En
los libros de acuerdo del Ayuntamiento de ese año y el siguiente, no
se hace mención a esta epidemia de viruela en la ciudad, aunque hay
una nota en otro texto de Oviedo llamado modernamente Tesoro
de Noticias, donde
se hace alusión al cabildo celebrado el 2 de enero de 1608, cuando
los capitulares, en respuesta al Gobernador Sancho de Alquiza, que
quería saber sobre las fiestas votivas que tenía la ciudad,
respondieron que era de obligación el de San Pablo, primer ermitaño,
votado por las viruela desde 1580. Es allí donde nos aclara el
primer historiador de Caracas, que por el hecho de no haberse tomado
satisfactoriamente en Caraballeda las medidas de inspección
sanitaria a un barco portugués proveniente de Guinea, cargado de una
armazón de esclavos infestados de viruela, concluye que “…
cuando se advirtió el daño fue cuando no tuvo remedio, pues siendo
achaque que nunca se había padecido en estas partes, cundió con tal
violencia, que encendió el contagio entre los indios, hizo tan
general estrago que despobló la provincia, consumiendo algunas
naciones enteras, sin que ello quede más que el nombre (…) sin que
la diligencia hallare en las medicinas el remedio, era cada día con
más violencia su aumento hasta que entrado el año de 1581 sin que
cesase la mortalidad, ni amainase el contagio, ocurrió en la ciudad
de Santiago a buscar recurso a su trabajo en los socorros divinos, y
votado por su patrón y tutelar San Pablo primer ermitaño, fue capaz
su protección, que milagrosamente desde luego se empezó a
experimentar la sanidad;…1
Es
a través de estos comentarios de Oviedo, que surge a nuestro
criterio la leyenda de San Pablo en la historia de la ciudad, lo cual
parece ser un tanto menospreciada por el célebre costumbrista
caraqueño Arístides Rojas, quien escribió que el templo que ordenó
construir el Ayuntamiento para rendirle votos como patrono, solo
sirvió para enterrar las víctimas de la epidemia de viruela,
desconociendo así la intercesión del santo. También suele
confundirse la leyenda de San Pablo, con la atribuida a Santa Rosalía
de Palermo, cuando supuestamente libró a los caraqueños de una
epidemia de fiebre amarilla denominado vómito negro que causó
estragos a la ciudad en 1714. Sobre este evento epidémico, no
existen estudios precisos más allá de establecido por la tradición
histórica. No obstante, es muy posible que de esta enrevesada
tradición oral, haya servido de inspiración al elocuente poeta
Andrés Eloy Blanco, para componer su laureado poema El
Limonero del Señor,
donde hace alusión a una indefinida y catastrófica epidemia que
devoraba la vida de los caraqueños a fines de siglo XVII, en la cual
intervino “milagrosamente” la venerada talla del Nazareno, cuando
era conducida en procesión por la esquina de Miracielos, y dio la
señal de la cura a la enfermedad, al enredarse sus ropajes en las
ramas de un limonero y caer sus frutos por el suelo. Desde fines
del siglo XIX esta procesión es muy concurrida de fieles de la
imagen del Nazareno cada miércoles santo de la Semana Mayor,
manteniendo en nuestros días intacta esta leyenda y tradición.2
Los
orígenes de la barriada de El Silencio que adquirió talla de icono
de la arquitectura moderna con la construcción de la urbanización
del mismo nombre, diseñada por el renombrado arquitecto Carlos Raúl
Villanueva, durante el primer lustro del pasado siglo XX (1942-1944),
se le asocia tradicionalmente a un evento epidémico que se desató
en la ciudad hacia 1658. Sin embargo, si bien resulta verosímil la
contagiosa enfermedad, no parece ser ajustada a la verdad histórica
lo del origen del topónimo, surgido como una suerte de corolario o
epitafio de esa tragedia que, según Lucas Manzano, devino del
contenido de un informe que presentaron unos regidores del
Ayuntamiento, encargados de recoger los hechos acontecidos en un
supuesto rancherío del oeste de Caracas denominado El Tartagal, en
el cual asentaron como conclusión: “silencio,
silencio, allí solo se advierte un profundo silencio!...”
Los documentos coetáneos, no registran la existencia de este informe
ni tampoco del sitio. Además, y para complicar este asunto, Manzano,
señala que la epidemia había sido consecuencia de un maleficio que
lanzó a la ciudad, por su conducta libertina y reprochable, un
fraile capuchino llamado José de Carabantes, algo que desde luego
también hemos de descartar, a pesar de ser este un personaje real y
estar presente en Caracas entre y 1657 y 1658. Lo cierto es que,
respecto a la pestilente y misteriosa enfermedad, las autoridades
calcularon que fallecieron dos mil personas en Caracas y el síndico
procurador del Ayuntamiento Miguel Varón, las eleva a diez mil para
toda la provincia. En un ensayo publicado por este medio titulado: El
Silencio: Una leyenda incomprendida en la memoria
histórica
caraqueña, están
expuestos los argumentos históricos respecto a las inconsistencias
en torno a la leyenda del nombre del topónimo de El Silencio, lo
que, en modo alguno, reiteramos, anula la verosimilitud de la
epidemia que nunca se identifica, a no ser cuando los escasos
documentos existentes, dan a entender que el contagio sólo afectaba
supuestamente a la población de negros. Este tema que sepamos,
todavía espera un estudio específico vinculado con la salubridad, y
no propiamente con el origen de la leyenda, pues a mi criterio, ello
quedó zanjado en el ensayo al cual hice mención líneas arriba.
Esta epidemia habrá que entenderse como la segunda tragedia de
salubridad que afectó a los caraqueños en el siglo XVII, si
descontamos los efectos de terror vividos en la ciudad con el
terremoto de San Bernabé de 1641.
Las
epidemias de viruela fueron los eventos más recurrentes que
afectaron a la ciudad desde su fundación hasta los inicios del siglo
XIX. Hasta entonces las medidas clínicas habían consistido en las
consabidas inspecciones a embarcaciones, notificaciones por bandos de
gobierno en caso de alarma, cierre de caminos y expedición de
pasaportes especiales, toques de queda en las noches, cuarentenas en
degredos, la intervención de médicos, horarios especiales en las
boticas para la venta de medicinas consistentes en ungüentos,
bebedizos y colirios, así como la ineficaz terapia de curanderos
previamente autorizados por las autoridades. La opción más
inmediata para resguardarse de la epidemia, era alejarse lo más
lejos posible del foco infeccioso, pero como no siempre se tenía
certeza de esto, el mal podía viajar con los forzados emigrantes, o
simplemente dirigirse a territorios insanos. Las rogativas y
procesiones para solicitar la intersección de entidades celestiales,
siempre era una opción, aunque para evitar aglomeraciones de
personas, las constricciones y pedidos de favores milagrosos, podría
decirse, se redujo a un acto individual. La iglesia y los vicarios en
su representación, sin excluir las numerosas cofradías, se
mostraron muy activos y solidarios en estos eventos, atendiendo lo
mejor posible a los enfermos; sin embargo, la mayor carga era la que
reclamaban los pacientes aislados en los degredos que atendían con
exclusividad los médicos de ciudad que suplieron de alguna forma, a
los síndicos procuradores del Ayuntamiento, que podían desempeñar
estas labores, pero especialmente en los casos de implementar las
primeras medidas sanitarias para descartar o detectar el contagio.
Como ejemplo de ello, podemos mencionar al síndico Pedro Blanco de
Ponte, que en 1621 hubo de atender en La Guaira la cuarentena a la
que fue sometido un barco tratante de esclavos, tras la sospecha de
contagio de viruela que se había desatado en Santo Domingo de donde
provenía la embarcación. El otro caso es de Juan Nepomuceno Ribas,
que hizo lo propio con una nave proveniente de Málaga en 1804,
llamada “El Doloroso”; pese haber superado la cuarentena, el
síndico recomendó quemar toda la mercancía que portaba …”
porque en cualquier fardo en cualquier cajón, en una sola pieza
puede traernos la semilla de tan espantoso mal y de toda nuestra
ruina…”3
Sin
dejar de soslayo lo que había permanecido en la tradición en estos
menesteres, hubo de recurrirse a la inoculación antivariólica que
se mostraría después más efectiva en la erradicación de los
brotes de esta terrible enfermedad altamente contagiosa y mortal. Uno
de los últimos eventos del espantoso mal de la viruela en la ciudad,
fue el que se desató a mediados de 1764, el cual se prolongó en la
década siguiente por la intermitencia de rebrotes de la epidemia. El
recordado Dr. Juan Ernesto Montenegro, al escribir sobre esta
epidemia en su condición de médico y Cronista de la Ciudad, expresa
una opinión sobradamente interesante: “Entre las epidemias que
hicieron sufrir más a Caracas, que originaron más bajas y causaron
mayor pánico, figura la viruela de 1764, la más cruel y la que se
ensañó con más persistencia sobre la inerme y acongojada ciudad.
Ya había asomado sus fauces pestilentes en Coro cuatro años antes,
pero como se habían tomado estrictas medidas preventivas publicadas
por bando se pensó que el mal no pasaría a mayores, esperanza tan
infundada que se esfumó con los primeros casos en 1763, que
obligaron a la apresurada apertura de un degredo o casa de
aislamiento. En brotes anteriores los enfermos se hospitalizaban en
San Pablo y eran atendidos por personas inmunes. El concepto de
inmunidad era tan claro y se tenía nociones tan precisas de la
relación de la viruela con la enfermedad ulcerosa llamada ´vacuna´
en el ganado, que se consideraba buena medida preventiva procurar el
contacto de la población con el ganado, sobre todo en tiempos de
contagio”4
Es
por ello que el ganado vacuno fue “pastoreado” por las calles de
Caracas y encerrado por algún tiempo en la Plaza Mayor (Hoy Bolívar)
en procura de sus efectos terapéuticos. Es complicado explicar este
método muy antiguo usado en Turquía, pero el caso es que sería
superado por el método del Dr. Edward Jenner de inoculaciones
directas a las personas (1798), algo parecido sería practicado en
Caracas en 1769. Pese a sus detractores, el Gobernador y Capitán
General Solano y Bote, ordenó la inmunización de la ciudad a través
de la vacuna o variolización que fue practicada por los doctores
Francisco Gush del hospital de San Pablo; Lorenzo Campins y Francisco
Socarrás, quienes recibieron también la ayuda para esa labor de los
doctores Pedro Boyet y Pellison y Juan Perdomo Betancourt; además
intervienen en esta campaña los curanderos Martín Pereira, Manuel
Romero y Domingo Esteban Gallego.5
Esta
epidemia conceptuada como la más mortal de Caracas, como vimos, hubo
de intentarse de todo para contenerla y erradicarla. Es por ello que
la fe no se mostró indiferente al problema, sobre todo cuando el
Obispo Diez Madroñero, fue afectado por el virus y se salvó
milagrosamente. Por iniciativa del Prelado junto con el
Ayuntamiento, prosperó la idea, a modo de plegaria contra la
espantosa enfermedad, de una nueva nomenclatura para la ciudad que
debía estar inspirada en la virgen y episodios de la vida de Jesús.
Plan que se puso en práctica de forma inmediata para todas las
calles y sitios de la ciudad, y en la que, particularmente, cobró
notoriedad la Virgen de la Luz destronando al Santiago Apóstol como
patrono principal, lo cual determinó que la ciudad en adelante, se
denominara: Ciudad Mariana de Caracas y los miembros del cabildo
rindieran juramento de fidelidad a la virgen, algo que quedó
inscrito en su pendón de armas bajo la inscripción (1764): “Ave
María Santísima
sin pecado concebida en el primer instante de su ser natural.”
No hay espacio para aclarar estos episodios que arrastró la
epidemia de viruela; no obstante, basta aquí con referir que ellos
fueron eventos muy importantes que se cruzaron en la vida de la
ciudad, tanto en el caso de la fidelidad al Rey, como la renovación
o sustitución del patrono mayor del santoral caraqueño, lo que a su
vez tuvo repercusión con el primer intento oficial de establecer una
nomenclatura para la ciudad, distinta a la nominación de las
esquinas. Todo eso desapareció de la tradición caraqueña, a
excepción de la calle de la amargura, único vestigio de aquellos
intentos de auxilios piadosos intentados por el Obispo Diez
Madroñero, por la cual hoy transitan indiferentes los caraqueños
que se dirigen a El Calvario por esa la calle ubicada diagonal al
bloque 1 de El Silencio.
Volviendo
a los eventos de la epidemia que tratamos, hemos de advertir que la
ciudad quedó literalmente vaciada al ser abandonada por cerca de un
setenta por ciento de la población que se calculaba en unas veinte
mil almas; lo que quiere decir que quedaron tan sólo unos cuatro
mil, incluyendo los enfermos confinados en los degredos de Catia,
Agua Salud, Tipe y Blandín (Anauco), tres al oeste y el último al
norte de la periferia de Caracas. Por bando quedó prohibido, sobra
decir, toda festividad publica como carnavales, espectáculos y
cualquier baile particular; se impuso toque de queda por las noches
con excepción de aquellos que debían atender alguna emergencia; el
tránsito de personas para salir o entrar a la ciudad, estaba también
prohibido, salvo disponer de pasaporte especiales otorgados por las
autoridades. Tan estrictos se portaron en este particular, que el
medico de los degredos Giuseppe Pricini, quien sustituyó al doctor
Francisco Socarrás, no se le permitió por mucho tiempo regresar a
la ciudad hasta tanto no amainara la pestilencia por miedo a que
estuviese contagiado. Es por ello que antes de llegar a los degredos,
este galeno debía cambiarse de ropa y el caballo que usaba para
transportarse, fue sacrificado luego que mermó el contagio. El
boticario Sebastián Siso, sirvió de asistente del doctor,
preparando a distancia las recetas que prescribía a sus pacientes.
No
hay nuevos brotes de este agente infeccioso de la viruela que actuaba
de forma crónica con cierta frecuencia en la ciudad, después que la
desbastó entre las décadas del sesenta y setenta como acabamos de
ver, aunque ello desde luego no significó su erradicación como
potencial amenaza a la salud de los caraqueños de fines del período
colonial. Posiblemente su encapsulación, está relacionada con los
beneficios que produjo la expedición de la vacuna en Caracas y toda
la provincia entre 1804 y 1808, la cual fue ordenada por el Rey
Carlos IV y puesta en práctica bajo la dirección del doctor
Francisco Javier Balmis a partir del 20 de marzo de ese mismo año.
Para entonces, era conocido el método de vacunación ideado por el
doctor Edward Jenner, lo cual se traducía en una novedad en
comparación con los otros procedimientos un tanto dudosos y poco
efectivo que habían sido empleados. Instalada la Expedición Real de
Vacunación en Caracas, en sólo tres días se inmunizaron 2.064
niños, pero a raíz de la creación de la Junta Central de
Vacunación propuesta por Balmis al Gobernador y Capitán General
Manuel de Guevara y Vasconcelos, ésta continuó con la inmunización
en año y medio de actividad en la ciudad, logrando beneficiar a
38.724 personas. La Expedición se la Vacuna tan sólo estuvo
cincuenta días en Caracas y otras ciudades del país, pero en el
caso de Caracas, sabemos que los gastos fueron cubiertos por el
Ayuntamiento por un monto de 9.723 pesos en lo cual se incluyó 1500
que, en gratitud a sus servicios, se ofrecieron al doctor Balmis. En
cuanto a la labor de la Junta de la Vacuna que estaba presidida por
el Gobernador Guevara Vasconcelos y los médicos caraqueños de mayor
actuación, fueron José Domingo Díaz, José Justo Aranda y el
célebre Vicente Salías, autor de la letra de nuestro Himno
Nacional. La junta dejó de existir con los avatares del proceso de
independencia.6
Si
el mal de contagio en la ciudad de Caracas durante el régimen
colonial lo representó mayormente el patógeno de la viruela, con la
creación de la tambaleante y precaria república, los contagios
serán ahora con los virus del cólera, fiebre amarilla, sarampión,
peste bubónica y tuberculosis, con preponderancia al primero de los
mencionados. Hemos de recordar que Caracas al recuperar su condición
de capital tras la desintegración de la Gran Colombia en 1830, se le
hace muy esquiva su recuperación como ciudad, mostrándose aún
sombría y escombrada por los efectos devastadores del terremoto de
1812. La inestabilidad política hizo casi imposible retornar a la
vida cotidiana de antes de 1810, lo que quiere decir que la ciudad
sufre una aguda crisis, especialmente de los servicios sanitarios, el
agua y la higiene en general, que la hacen por así decir, un caldo
de cultivo para cualquier agente patógeno contagioso que siembre de
pavor a sus empobrecidos y desnutridos habitantes. El cólera morbos,
por tanto, será uno de estos indeseables huéspedes que se ensañará
tempranamente con la población en medio de los conflictos políticos
y bélicos de este siglo XIX.
Por
Guillermo Durand G.
VI
Cronista de la Ciudad.
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NOTAS
A PIE DE PÁGINA
1-
José de Oviedo y Baños. Historia de la Conquista y Poblamiento de
la Provincia de Venezuela. Libro VII, cap. IV. P. 406. Véase
también: Tesoro de Noticias.
2-
Arístides Rojas. “Antiguos patrones de Caracas” en: Leyendas
Históricas. Véase. Guillermo Durand G. “La leyenda del Nazareno
de San Pablo” en: Caracas en 25 Escenas. Véase también. El
Limonero del Señor de Andrés Eloy Blanco.
3-
Guillermo Duran G. “Los Síndicos Procuradores del Ayuntamiento de
Caracas, en: Visión y reflexión en torno al pasado caraqueño.
(época colonial). Cap. IV.
4-
Juan E. Montenegro. “Una Mortal Epidemia. (1764)” en: Crónicas
de Santiago de León de Caracas. p 417.
5-
Juan E. Montenegro. “La Primera campaña de Valorización “en:
Ibidem. p. 419.
6-
Andrés Soyano. “Albores de la Inmunología en Venezuela” en:
Revista de la Sociedad Venezolana de la Historia de la Medicina.
Versión digital.
FUENTES
CONSULTADAS
DUARTE,
Carlos F. El Jesús de Nazaret de la desaparecida iglesia de
San Pablo. Caracas, Grafica Continente, 1977.
DURAND,
Guillermo. Caracas en 25 Escenas. Caracas, Fundarte,
2020. Visión y Reflexión en Torno al Pasado Caraqueño
(época colonial). Caracas, Facultad de Humanidades y
Educación, U.C.V. 2011.
Clío
en Caracas. ClíoenCaracas.blogspot.com.
MONTENEGRO,
Juan Ernesto. Crónicas de Santiago de León de Caracas.
Caracas, Instituto Municipal de Publicaciones, 1997.
OVIEDO
y BAÑOS. José. Historia de la conquista y poblamiento de la
Provincia de Venezuela. Caracas, Fundación Cadafe, 1982. Tesoro
de Noticias. Caracas, Concejo Municipal, 1970.
SOYANO,
Andrés. Revista de la Sociedad Venezolana de la Historia de
la Medicina. 2011. Versión digital.
ROJAS,
Arístides. Crónicas Históricas. Caracas,
Biblioteca Ayacucho, 1980.
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