EL DOCTOR JOSE GREGORIO HERNANDEZ: SANTO EN CARACAS Y BEATO EN ROMA

    Hemos recibido con entusiasmo y orgullo la esperada noticia de la beatificación del Doctor José Gregorio Hernández. El camino para este logro no fue nada fácil como tampoco corto. Hay semejanzas entre esta santa causa y este santo personaje que supo ganarse con mucho esfuerzo y bondad, el único y verdadero título de medico de los pobres en la Caracas de las primeras décadas del pasado siglo XX. Nacido en el bucólico pueblo de Isnotú del estado Trujillo el 26 de octubre de 1864, llevó una vida tanto intensa como de bondad dedicada al servicio de la ciencia médica y los pobres de Caracas a la que arribó en 1878. Eran los tiempos de apoteosis del régimen del General Antonio Guzmán Blanco, quien a trota y mocha intentaba introducir a la capital y al país al mundo moderno de entonces, y de cuyo intento, llegó a referir una vez que Venezuela “se parecía a un cuero seco, que se pisaba por un lado y se levantaba por el otro” Con lo cual trató se simplificar lo difícil que resultaba para el Autócrata Civilizador, su obra de regeneración iniciada ocho años antes con su Revolución de Abril. Dicho esto, la mirada de aquel adolescente de catorce años de aspecto campechano, debió haber quedado impresionada a su llegada al “París de un solo piso” como era que llamaban a Caracas. Es verdad que el refrán es consecuencia de las burlas que les proferían a las obras del caudillo los políticos rivales, pero no puede menospreciarse que la ciudad capital había cambiado de aspecto físico y también en lo espiritual.

    El doctor José Gregorio Hernández, hubo de confrontar muchos tropiezos en su vida en Caracas y todos fueron superados con su imponencia de montaña. Cuando hago uso de este calificativo, solo parafraseo al Cardenal José Humberto Quintero, quien en una breve pero hermosa biografía, dice entre otras cosas elogiosas a la figura del médico de los pobres, que: “para apreciar plenamente la altura de una montaña, no hay modo más eficaz que subir a ella”1

    No son pocas las personas de diversas profesiones que han intentado dar cima a esa montaña con una multitud de trabajos biográficos. Cada uno ha escogido el camino que más se acomoda a su talento, afectos y propuestas hacia la siempre cautivante figura del doctor J. G. Hernández. Pese a la diversidad de criterios exhibidos en tales obras biográficas, unánimemente coinciden en calificarlo en un hombre cargado de excelsitudes que le hicieron conquistar, sin lugar a dudas, el corazón de todo un pueblo y el respeto de los más conspicuos hombres de ciencia de su tiempo, en especial los consagrados a los estudios y actividades médicas. Diríase que su proceder en todos los ámbitos humanos que hubo de cultivar, no deja resquicio a la duda de haber llevado una vida para el ejemplo o emulación. En síntesis, una existencia llevada por el esfuerzo, sacrificios, méritos, perseverancia, propósitos y éxitos, que se confunden en cierta forma al hombre de ciencias con el hombre firmemente aferrado a unas profundas convicciones espirituales. Es decir, una inmensa montaña de singularidades positivas que solo pocos hombres alcanzan y muchos únicamente pueden escalar para apreciarlas a plenitud.

    Como ya referimos, el doctor J.G. Hernández, llega a Caracas a la edad de catorce años para cursar estudios de bachillerato en el recién fundado colegio La Paz perteneciente al joven abogado Guillermo Tell Villegas, ubicado entre las afamadas esquinas de Madrices a Ibarra. A poco de su estadía, ya la ciudad comenzará a brindarle sus afectos a este nuevo hijo adoptivo, que con el tiempo se convertiría en un icono de la caraqueñeidad como el medico de los pobres; pero además como el único que, recorriendo sus calles, alcanzaría la santidad llevando siempre una esperanza de alivio a la malograda salud de muchos, con la certeza de la ciencia y la bondadosa fe en Dios. Por ello el doctor J. G. Hernández, es a la vez una insignia del orgullo de la ciudad y desde ahora timbre de la universalidad de la iglesia católica apostólica romana.

    Debió ser de sumo interés la ciudad para el párvulo de Isnotú, puesto que de alguna forma había una suerte de pugna por estorbar o impulsar a Caracas a la modernidad en estos tiempos del llamado guzmanato. Producto de ello, había hecho aparición la llamada Generación Positivista representada por la sociedad Amigos del Saber, liderada por destacados jóvenes intelectuales que no necesariamente sentían admiración por el “Autócrata Civilizador” pero por un trecho lo acompañaron con “el pañuelo en la nariz” Este sería entonces el ambiente al cual encontraría el bachiller J.G. Hernández cuando ingresa a la Universidad de Caracas (U.C.V) a cursar sus estudios en medicina a partir de 1882. Se trata sin duda de una etapa de transición o de cambios en la ciudad y la misma sociedad, que por cierto puso en entredicho los a tradicionales valores espirituales frente a los representados por el materialismo que pugnaba las corrientes positivistas y el marxismo. En este sentido nos dice el ya citado Cardenal J.H. Quintero:

    Desde la antepenúltima década del siglo pasado [XIX] por influencia del tudesco Adolfo Ernst y del venezolano Rafael Villavicencio, en la Universidad Central se habían impuesto las teorías materialistas. Confesarse libre pensador, evolucionista ateo, positivista fervoroso, era por entonces la moda reinante entre la juventud que acudía a las aulas de aquel instituto (…) y todas aquellas ideas se presentaban por esos días cubiertas con la capa de sa fascinante palabra. Discutir siquiera tales teorías [religiosas] equivalía a exhibirse como un retrasado, digno solamente de despertar compasión. Que un individuo se preciara de intelectual y a la vez hiciera paladina profesión cristiana, se estimaba un contrasentido. He aquí la atmósfera universitaria caraqueña cuando José Gregorio Hernández instaló el 6 de noviembre de 1891 su Cátedra de Fisiología Experimental y Bacteriología (…) Si no consiguió el doctor Hernández cambiar el criterio predominante en el ambiente universitario, probó al menos a todos esos jóvenes que se puede a la vez ser hombre de ciencia y hombre de fe, hombre moderno y hombre creyente, e infundió en esas primaverales inteligencias una duda saludable”2

    Con la aparición paulatina de la modernidad y la desbandada de las ideas materialistas y librepensador en la ciudad de Caracas, el grave problema de la pobreza, al parecer no bajo de intensidad y solo tendió a su recrudecimiento. Pese a las labores del Estado, las instituciones como la iglesia católica y otras de carácter privado en la atención a los más necesitados de la población, todo ese esfuerzo no pasada más allá de la simple caridad. Es decir, la suma de todo ese esfuerzo por décadas, solo había representado un tímido alivio llevado a la precaria existencia de esa inmensa y desgraciada población que ya acusaba la ciudad a consecuencia de su crecimiento urbano; lo que no hizo diferencia cualitativa de cómo era atendido este problema en los tiempos más lejanos de la existencia de Caracas. La caridad, la limosna y una que otra obra benéfica aleatoria, era todo lo hecho sin ningún referente simbólico perdurable en el tiempo y en las esperanzas de los pobres de Caracas. Es justamente en esta carencia donde encaja el papel del doctor José Gregorio Hernández, al poner su invalorable bondad, talento y disposición para el bien de los pobres y el avance de la misma ciencia que a todos nos beneficiaria en el mediano plazo. Así entre 1876 a 1919 el paso apresurado del doctor Hernández por las estrechas calles de su ciudad adoptiva, llevaría siempre sus virtudes humanas ante quien más la necesitaba, tanto para sanar la endeble salud de los sin camisas, como llamaría la Revolución Francesa a los pobres, como para despejar las inquietudes a ciertas dudas que se planteaba la ciencia médica en cuanto a diagnósticos y procedimientos que deberán adoptarse para muchas enfermedades presentes en la ciudad.

    Por ello insistimos que pese al papel desempeñado por las instancia de los gobiernos, la iglesia católica y los filántropos y mecenas de Caracas, nada de esto se hizo comparable con la humilde pero respetable figura del doctor José Gregorio Hernández que ostentó sin rivalidad alguna el imbatible título del médico de los pobres, con el cual fue y es conocido mucho antes de su lamentable fallecimiento el 29 de junio de 1919 en la esquina de Amadores de la parroquia La Pastora, o después de haberse iniciado el largo proceso de su beatificación en 1949. Las exequias póstumas que le rendían las autoridades eclesiásticas y la élite caraqueña en la iglesia catedral de Caracas, debieron ser interrumpidas cuando una inmensa muchedumbre proveniente de los más diversos sectores pobres de la ciudad, hizo espontáneamente acto de presencia en aquel sagrado templo, para reclamar el cadáver de tan apreciado y querido médico que veían y sentían como uno más de los suyos, para conducir el ataúd con sus restos mortales a pie al Cementerio General del Sur.

    En la ciudad de Caracas nunca más volvió a verse un acto fúnebre tan sentido como multitudinario a uno de sus más ilustres hijos adoptivos. Ni siquiera podría ser comparable con los actos en la repatriación de los restos de El Libertador a su ciudad natal en 1842, cuyas exequias la ciudad hizo en la iglesia de San Francisco, para luego inhumarlo en el panteón de la familia Bolívar en la iglesia Catedral. Tan sólo dos años antes al arribo de José Gregorio Hernández, hubo se efectuarse una nueva ceremonia fúnebre de los restos de Simón Antonio de La Santísima Trinidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco, al Panteón Nacional el 28 de octubre de 1876, Día de San Simón. El nuevo traslado de los restos de Simón Bolívar al Mausoleo anexo al viejo Panteón Nacional, fue verificado el 14 de marzo del año de 2013 luego de una construcción que se llevó más de tres años y unos noventa millones de dólares; es decir, unos sesenta millones más de lo presupuestado originalmente. En las exequias del Venerable, lo acompañó todo un pueblo; en las del Libertador en sus tres ocasiones, las élites políticas y militares de entonces. He ahí las diferencias.

    La ciudad de Caracas como los isnotuseños y todos los venezolanos, nos congratulamos con la justiciera decisión de las autoridades del Vaticano de haber beatificado a la honorable y sagrada figura del doctor José Gregorio Hernández, de quien tantas intervenciones milagrosas atestiguan haber recibido muchas personas afectadas por diversas patologías, y cuya recuperación, sólo se puede atribuir a las manos expertas y bondadoso corazón del doctor José Gregorio Hernández. Que viva entonces el médico de nosotros los pobres, que aquí en Caracas siempre lo hemos tenido como Santo y ahora en Roma como Beato de la Santa Iglesia Católica Apostólica. Dedicado a la salud de la joven Yule, por quien regamos ante el Venerable por su intervención divina para su pronta y segura recuperación.

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1 José H. Quintero. “José Gregorio Hernández” en: Escrituras de Antier. P. 233.

2 Ibídem. P. 235.

Guillermo Durand G.

VI Cronista de la Ciudad de Caracas.


El Doctor José Gregorio Hernández en una de las representaciones más difundidas en nuestro país y que se conservan en muchos hogares y lugares hospitalarios



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