El Carnaval de Caracas: Del Berrinche al Glamour en dos siglos de historia (XVIII-XIX)

Clío.

 

El Carnaval de Caracas:
Del Berrinche al Glamour en dos siglos de historia (XVIII-XIX)


En sus orígenes y redefiniciones el carnaval ha sido una fiesta pagana o cristiana, como también privada y pública, practicada por poderosos y desposeídos en una difusa disputa ritual que la sitúa entre lo prohibido y lo consentido. No hay en estas páginas espacio para dilucidar esas controversias históricas, pero si interés por hacer un boceto de lo que dicha celebración ha sido en la historia de la ciudad de Caracas, a propósito de tener una idea aproximada de cómo los caraqueños festejaron los tres días precuaresmales, valga la expresión, antes de meterlos en cintura la Semana Santa.

Es durante la temprana etapa de colonización en el siglo XVII, cuando podemos hablar de las carnestolendas que es la castellanización del término carnaval que comenzó a utilizarse en España en el siglo XIV. En Caracas este término, sin embargo, sólo fue empleado para referirse, al principio, al período que antecede a los cuarenta días de abstinencias a la Semana Mayor. Es decir, en la ciudad de fines del siglo indicado, no se hace alusión a las carnestolendas como una fiesta pública a la usanza de España y otras partes de Europa. Por lo general, la principal preocupación de las autoridades en esos tiempos, la secular y la espiritual, era concretar el abasto de ganado para la ciudad como el preparar la feligresía para solemnizar la Semana Santa. Esta afirmación, debe su contundencia a lo que disponía las Constituciones Sinodales que fueron elaboradas y aprobadas a fines del siglo XVII, y que no era otra cosa que el intento de sometimiento de los caraqueños al férreo poder espiritual eclesial, dictándoles las normas o cánones para su comportamiento en su tránsito por la vida terrenal; algo a la que desde luego, no estaban exentos los linajudos mantuanos, quienes manejaban a su antojo el poder político desde el Cabildo, y por tanto, eran los responsables en buena medida de la aplicación de aquellas determinaciones en el ámbito de lo publico en la ciudad. Esto quiere decir, entonces, que el Ayuntamiento no reconocía la carnestolendas como una fiesta pública por temor a que fuesen a trasgredir con su práctica, lo que ordenaba la sagrada disposición sinodal.

En este particular todo parece quedar en un sobreentendido, puesto que tampoco encontraremos en este ordenamiento de la iglesia, referencia a la palabra carnestolendas y menos aludiéndola como una fiesta. La censura de la iglesia, se centraba hacia los bailes que en ocasiones se verificaban en la ciudad y que contemplaba reuniones de hombres y mujeres; esto fue lo que nunca cesó en sus intentos de restringirlos. Los artículos que van del 140 al 142 del Libro Tercero de estas Constituciones Sinodales, son muy reveladores en cuanto a la imposibilidad que en la ciudad pudiese celebrase, una fiesta con la mala reputación que, para entonces y por lo menos, tenían las carnestolendas en la propia España. Así en el 140 puede leerse: “… y porque en muchas partes suele acostumbrarse hacer danzas, mandamos no salgan a ellas mujeres, y que los que hubieran de danzar [hombres] vayan decentemente vestidos Mientras que en el 141 nos impone: “Mandamos S.S.A que de ninguna manera se representen comedias en tales días [Semana Mayor], aunque sean actos sacramentales, en dichas iglesias ni en otro día del año pena de excomunión” Siendo quizás el más ilustrativo lo que ordenaba el último artículo (142) en la materia que rezaba: “Y habiéndose de hacer [las danzas y fiestas] en otra parte, mandamos que ninguna se represente, sin que primero sea vista y examinada, por nuestro Provisor y Vicarios de los partidos, o cometan a personas doctas y de justo parecer el reconocerlas quienes firmarán son de buen ejemplo, y no contienen cosa contra nuestra santa fe y buenas costumbres. Y entonces se harán de día, y por ninguna de las maneras de noche, por obviar los grandes inconvenientes que resultan, y de que estamos informados1

Debemos estar claros que estas disposiciones fueron aprobadas por el Rey Carlos II en 1698 y comenzadas a redactar en Caracas una década antes, lo que nos impone que la censura de la iglesia hubo de referirse a todo un siglo del modo de ser de los caraqueños. Esto a nuestro criterio, no arroja sombras de dudas que las fiestas de carnestolendas, no fueron celebradas en la ciudad durante ese largo período, pese a que estamos hablando de una fiesta, cuya principal característica, era justamente la trasgresión de las normas sociales del orden establecido; es decir, ir en contra de las reglas conventuales y las sumisas costumbres que moldeaban en cierta forma el comportamiento de los sectores populares en la vida cotidiana. No obstante, si esto fue lo que prevaleció en el siglo XVII, no quita que en alguna ocasión se haya verificado una que otra fiesta carnavalesca, oculta a la censura de la iglesia y alejada del brazo de la justicia secular del Cabildo. Diríase que los caraqueños de los estamentos pobres, siempre se las arreglaron para ir haciendo músculos que les permitieran manifestar su irreverente idiosincrasia. El juego de carnaval sería, al poco tiempo, su laboratorio de pruebas y la ciudad el campo de entrenamiento.

Si el siglo XVII se nos presenta como una suerte de banco de nieblas que no permite ver con claridad lo acontecido, el que le sucede disipa toda incertidumbre sobre la celebración de la fiesta de carnestolendas en la ciudad. En esta centuria es cuando Caracas cobra mayor impulso en sus aspectos materiales y culturales, en la cual de alguna manera se avivan las costumbres de carácter popular. Ya en la medianía del siglo XVIII habitan la ciudad más de cuarenta mil almas, lo cual se verifica en el hecho que se hayan erigido de un solo plumazo tres entidades parroquiales. Al Norte la de Altagracia, al Sur la de San Pablo y al Este Nuestra Señora de la Candelaria. En estas dos últimas, pululan los barrios bajos habitados en su mayoría por gente pobre, como los pardos y otros estamentos estigmatizados por el orden social colonial. Es allí justamente donde cobra expresión con mayor vigor la fiesta de carnaval, aunque este se desparrame, por así decir, por toda la ciudad, al verse atraído de alguna manera los miembros de la clase acomodada.

Ello cuando menos es lo que recogen como problema los libros de acuerdos del Cabildo y los bandos de buen gobierno del Gobernador y Capitán General. Son esos los documentos en los que se asientan, por lo general, las disposiciones que prohibían el juego de carnaval por parte de las autoridades civiles. Así se ordena en prevención que cuadrillas armadas patrullarán las calles céntricas de la ciudad, aunque de preferencia estas se pavonearán por los recovecos de los arrabales; también son cerradas todas las pilas públicas y con igual antelación, se les prohíbe a los aguadores vender el líquido que trajinan en barricas y cantaros por toda la ciudad a lomo de mulas y burros. En el mercado de la Plaza Mayor, ojo avizor para los que venden y compran lo que pueda servir de pertrechos para la rochela que se avizora y se trata de impedir. Harina, azulillo, huevos al sol, almidón, pintura, frutas descompuestas, entre otras sustancias, que pueden ser utilizadas para los berrinches de la víspera.

Sin embargo, todo aquello era inútil, porque en los arrabales e incluso en el centro de la ciudad, se verificarán tres días de una auténtica batalla campal. Hay situaciones en que los enfrentamientos se hacen de un barrio a otro, pero nunca entre pobres y ricos. Al parecer esta es una regla implícita que se hace respetar entre las partes. En las parroquias elegantes de Catedral y Altagracia, los acomodados hacen sus preparativos. Se aprovisionan de mucha agua en cuanto medio pueda contenerla; los zaguanes son embadurnados con engrudo y grasa animal de modo que se puedan resbalar con facilidad y sacar provecho de la víctima. Seguidamente, agua va, complementada en el acto con una nube de polvo que deja de rastro la harina rancia, la cual echan sin piedad ni medida a quien seguramente yace en el suelo. En medio de ese zafarrancho, el cabeza de familia se yergue cual comandante dirigiendo a la empapada tropa a la segura victoria. En ocasiones falla la estrategia, y es tomada la casa que sirve de improvisada fortificación. Asegurada la invasión del zaguán, la turba en medio de alaridos, aullidos, gritos, ademanes frenéticos y zarabanda, opta por ocupar la casa del contrincante; en un santiamén están en la sala principal y patio interno, extendiendo la trifulca por todos los ámbitos de la morada. Los esclavos no intervienen en cosas de blancos, a menos que tengan precisas e inapelables órdenes de suministrar pertrechos. Baldes repletos de agua sucia, huevos podridos, naranjas descompuestas, harina, engrudo, pintura, azulillo, almidón, almizcle y más frutas putrefactas.

Tras el pánico de perder la “plaza”, echan mano a objetos más contundentes para disuadir al enemigo invasor. Almendras, nueces, papas sucias y cuanto hayan apertrechado para esta fase indeseada del combate. Todo era permitido en esta guerra. Por fuera de la casa, miembros de la horda lanzaban huevos con pintura para pintoretear las paredes de la inerme morada, que ahora era un botín de guerra de la carnestolendas; usaban además jeringas hechas de entrañas de animales, a fin de mojar al prójimo o arrojarle con ese artilugio otras sustancias nocivas. El parte de los encuentros que se verificaban en casi toda la ciudad, era evidente: Contusos, heridos, abortos, decomisos, robos, detenidos, daños materiales tanto a la cosa pública como privada. Este parte solo serviría para argumentar, una y otra vez, la prohibición de los juegos de carnestolendas que ordenaban los decretos en los bandos de buen gobierno de las autoridades. El frenesí que causaba el juego de carnaval era tan contagiante y virulento, que hubo momentos en que la ciudad estando bajo estado de alarma por pandemias, catástrofes y acciones militares, se ponían a un lado estas circunstancias, y el arrebatado juego de carnaval seguía su curso. Así aconteció en algunas ocasiones en que la ciudad estuvo bajo estas indeseadas contingencias.

La primera referencia que se conoce sobre la aparición del carnaval en la ciudad, corresponde al mandato del excéntrico Gobernador y Capitán General Francisco de Cañas y Merino (1711-1714). Arbitrario, díscolo y ludópata en todas sus formas, Cañas y Merino, sólo pudo encontrar empatía con el pueblo en el juego de carnaval. Precisamente parece que, por un exceso del gobernante al ultrajar una damisela del estado llano en un juego de carnaval, fue lo que puso al Gobernador rumbo a España encadenado de pies y mano en calidad de reo de Estado, impidiéndole su devaneo, no haber podido terminar su mandato.2 Otro personaje que deja su testimonio es el Obispo Diego Antonio Diez Madroñero, que al contrario del depuesto Gobernador, intentó prohibir la fiesta de carnaval y todo aquello que implicaba contacto entre hombres y mujeres como los bailes, juegos, tocamientos y morisquetas: “Que se hagan balas [objetos para arrojar] si quieren, decía el Obispo, pero que no se acerquen, pues no conviene tanta incongruencia. ¡Qué hacer? Concibió entonces el proyecto de sustituir el juego de carnaval con el rezo del rosario…Voy a acabar con esa barbarie, que se llama aquí carnaval; voy a traer por buen camino a mis ovejas descarriadas que viven en medio del pecado´” 3

Una versión supuestamente aristocratizada del carnaval caraqueño la ofrecieron en 1783 El Director General de la Renta del Tabaco Esteban Fernández de León y el Conde de Segur, quien visitó la ciudad en ese año como parte de una misión secreta. Ambos coincidieron en una fiesta de carnaval que dieron en honor a este último. Todo transcurrió dentro de las normas de cortesía y urbanidad de las clases altas, hasta que, llegando casi al final de la reunión, de la mesa del banquete, comenzaron a tomar parte del bufé para arrojarse, unos a otros, todo cuanto hallaban a la mano terminando aquello en una carnavalada trifulca.

Ni las intenciones del Obispo y los festejos de la clase acomodada pueden tomarse como la existencia de dos realidades del carnaval, como tampoco que el carácter barbárico de la carnestolenda, se hubiese extinguido en la ciudad de Caracas. Así por lo menos se deduce del bando de buen gobierno del Gobernador Juan de Guillelmi siete años después el 2 de febrero de 1790 “… aunque todos los años [dice] para el tiempo de carnaval ha hecho publicar bandos a fin que no se juegue el que llaman de carnestolenda con agua y otros ingredientes o materiales que pueden dañar a las gentes, he observado que no se cumple con la debida puntualidad, por lo cual atendiendo a que se acerca dicho tiempo, ordeno y mando que ninguna persona de cualquier estado, calidad y condición quesea, eche ni arroje aguas ni otras materias e ingredientes de que se usan (…) apercibidos a los delincuentes con la multa de 6 pesos y 8 días de cárcel (…) los que tuviesen con que satisfacer, y los que no con 2 meses de trabajos en obras públicas4

Con la llegada del conflictivo siglo XIX la ciudad está gobernada por el inflexible y astuto Gobernador y Capitán General Manuel de Guevara y Vasconcelos. El estupor, el repudio y la censura hacia el carnaval no había cesado en el ánimo de las autoridades, así como tampoco dicha fiesta o juego acusaba haber amainado en intensidad y propagación. Como siempre las disposiciones prohibitivas de los bandos de gobierno, para nada sirvieron de contención a tanto frenesí manifestado por todos los caraqueños, independientemente, de su condición social o cargo que ostentaba en el orden colonial. La consiga era pues, divertirse en medio del peligro y los abusos inherentes al prohibido juego, que por lo visto se hizo un deleite irrenunciable durante la etapa más prospera y conflictiva de la colonia venezolana. Los términos con los que el Gobernador y Capitán General Guevara Vasconcelos, descalificaba el carnaval de Caracas son como sigue:

“…que sin embargo de los repetidos bandos anteriormente mandados a publicar por los señores antecesores y estrechos mandatos dirigidos al solo fin de prohibir el juego y diversiones mal introducida de carnestolendas, con agua de colores y otras especies perniciosas a la salud pública, no ha sido fácil evitar y conseguir tan deseado bien que nada menos resulta de la prohibición de aquella naturaleza que (ilegible) varias enfermedades que cometen y discordias que suelen originarse; en virtud y efecto de hacer cumplir y ejecutar tan juiciosas intervenciones de Su Señoria, y prohibir como estrechamente prohíbe los citados juegos de carnestolenda con agua, especie de cualquier clase que sean apercibiendo a todos los trasgresores, siendo personas blancas con ocho días de prisión en la cárcel pública, cuarteles o en el lugar que privativamente corresponda según la clase; y siendo de color con un mes de prisión en la cárcel de corrección, desterrado al servicio de obras públicas con grillete al pie conduciéndose allí desde el lugar donde fue aprehendido, y en consecuencia encarga a los señores Alcaldes Ordinarios, y ordena y manda al Alguacil Mayor de esta ciudad y demás Alcaldes de Barrios, ayudantes y Ministros de Justicia, celen exactamente el cumplimiento de este bando, sin permitir el menor disimulo so pena de tomarse contra los tolerantes, providencias a que haya lugar, y para que no se alegue ignorancia y llegue a noticia de todos, se publicará este bando a usanza militar en los parajes acostumbrados5

Esa costumbre de juego de carnaval que las autoridades reprochaban pero que todo el mundo practicaba, no será alterada durante un buen trecho luego de establecida una república independiente en 1811. Justamente para la entrada del siglo XIX, uno de los más eminentes hombres de pensamiento ilustrado español, como lo fue Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1814), escribió sobre el carnaval alentando su rescate y permanencia en las costumbres de españolas, como un derecho que tiene el pueblo para su diversión y entretenimiento en los siguientes términos: “La nación ha perdido todos sus espectáculos, han cesado las máscaras (…) ¡Qué ha quedado para el entretenimiento del pueblo? Ninguno y creer que el pueblo puede ser feliz sin diversión es un absurdo peligroso”6 Con esta referencia solo pretendo dejar en claro que si en Caracas el carnaval fue un espectáculo que pudo sobrevivir a la censura y represión que siempre exhibieron las autoridades; en España aparentemente sus autoridades si pudieron erradicarlo, temporalmente, en los inicios de esa misma centuria. Para concluir con la etapa que hemos denominado de jolgorio, sólo haremos referencias a tres hechos que tal vez sirvan para percibir con mayor claridad, el arraigamiento del carnaval en la ciudad de Caracas y su relativa inamovilidad en cuanto a la forma de practicarlo los caraqueños.

En primer lugar, en 1813 en medio del contexto de la guerra de independencia, hemos localizado un acuerdo del Ayuntamiento el cual al tratar de prohibir en la ciudad el carnaval en ese año, describe como era ese espectáculo del cual siempre repudiaban posiblemente con argumentos un tanto hipócritas, en el entendido que tales autoridades, individualmente, no podían sustraerse de su encanto o atracción: “teniendo en consideración que sin embargo de que en todos los años las vísperas del carnaval se ha publicado bando prohibiendo las carnestolendas en las calles, con agua, huevos, pintura y otras especies de que ha resultado enfermedades, abortos y aún muertes, por causa del desorden que es propio; debiendo este Ilustre Ayuntamiento en la estación presente, más que en otra, velar por la bendeta (sic) pública el que se observe puntualmente las leyes de policía, acordó que con testimonio de esta acta se publique al Señor Capitán General Jefe Político se sirva mandar se repita el bando de costumbre y que salgan patrullas de armas por toda la ciudad y sus contornos para que celen puntualmente de su observancia. Caracas 26 de febrero de 18137 Catorce años después, en la última ocasión que estuvo en Libertador en su ciudad natal en 1827, el Ministro de Su Majestad Británica radicado en Caracas, Sir Robert Kerr Porter, dejó un interesante testimonio para la historia. Escribe en su diario el día lunes 26 de febrero:Como esta es la desagradable época en que esta gente tira huevos llenos de fluidos de todas clases, sans respt, además de harina, almidón y otras molestias polvorientas, me quedaré en casa hasta que cese esta locura. (…) Martes 27. Bolívar está ausente en casa del general Ibarra donde, según me dicen, vestido de chaqueta blanca, alegremente, se une al lanzamiento de huevos y otros deportes del festival [carnaval], como un muchacho de 18 años8 Por último, en 1854 cuando la ciudad se encontraba padeciendo una terrible epidemia de cólera, ello no fue motivo para suspender el juego de carnaval. Al hacer esta referencia a este evento, estamos pensando que precisamente el agua es el vector de trasmisión del cólera morbos, lo que de alguna forma fue el responsable que la epidemia recrudeciera en su contagio por esos días.

Una cruenta guerra civil se hará presente bajo el nombre de Federal (1858-1863) afectando gravemente a la ciudad capital. Terminada la contienda, deberán transcurrir siete años de inestabilidad política hasta la llegada al poder del Gral. Antonio Guzmán Blanco con la llamada Revolución de Abril en 1870. A partir de entonces, el tradicional carnaval de Caracas, tendrá sus días contados. Hay una metáfora que empleó el afamado escritor norteamericano, Ernest Hemingway, para una de sus novelas más leídas: Adiós a las armas. De esto fue precisamente de lo que se despojó nuestro carnaval, cuando el ambicioso, Guzmán Blanco, sometió a la ciudad a su férula de “Autócrata Civilizador”

No hay lugar a dudas que Caracas, como capital de la república, fue durante la era guzmancista de dieciocho años, una ciudad parcialmente trasformada urbanísticamente. Durante estos casi dos decenios, la burla siempre presente en el ánimo de los caraqueños, pero sobre todo los detractores del afrancesado mandatario, les dio por llamar a Caracas: “Le Paris á un étage” es decir, el París de un solo piso. De alguna manera tales transformaciones deberían ser acompañadas de un cambio de mentalidad, si se quería tener éxito en semejante empresa. Es en este contexto donde entra a cuento el arrebatado e indomesticable juego de carnaval, que durante siglos se había granjeado una muy mala reputación hacia la cual, cuesta creerse, los caraqueños se sentían más que orgullosos por haber derrotado una y otra vez, la terca e inútil intención de las autoridades de extinguirlo de la faz de la ciudad.

En 1873 todo aquello cambió por la sencilla razón que no se buscó erradicar el carnaval, como fue el error advertido por Jovellanos de lo ocurrido en España, sino adecuarlo a la ostensible transformación urbana de Caracas; propuesta que puso a pensar a los caraqueños, que no vendría mal probar las bondades de alguna mudanza. Particularmente, la propuesta del ensayo provino de la elegante parroquia de Altagracia, lugar de habitación de muchos adinerados y sede de las embajadas, llamadas entonces legaciones, acreditadas en el país. Así se inauguraba una nueva etapa del carnaval cuya apuesta era convertirlo en un referente de civilización y modernidad, despojándolo de su inurbanidad en los juegos nocivos y denigrantes a los que se sometieron gustosamente los caraqueños desde tuvieron uso de razón. Ahora el carnaval, además de ser legítimo, cuenta con una junta central que será presidida por connotadas personalidades, correspondiéndole a cada parroquia una vez por año, presidir la mencionada junta central mientras las restantes entidades formarían las locales.

La de la parroquia de Altagracia fue la primera, reiteramos, y en su organización, contaron con el decidido apoyo del Gobernador del Distrito Federal y el Concejo Municipal, de cuyo palacio partirá siempre la comitiva que presidía el carnaval en una lucida caravana, llamada entonces carrera, que se dirigía a la parroquia Candelaria por las calles más céntricas y regresaba al lugar de salida. Esta caravana la componía además bellas carrozas alegóricas, repletas de lindas caraqueñas acompañadas de jóvenes, todos embutidos en elegantes disfraces; las comparsas de a pie que representaban a cada una de las parroquias de la ciudad; del mismo modo se sumaban otros grupos de disfraces de algunos comercios, instituciones y entusiastas particulares, que deseaban participar del festín. Este desfile se hacía más vistoso y alegre, por el intercambio de serpentinas, confites, caramelos y hasta perfumes, que se lanzaban frenéticamente desde ventanas y balcones de muchas casas situadas a lo largo del trayecto, lo cual era recíprocamente respondido por la entusiasmada caravana. Este comité o junta central del carnaval, también contó con el apoyo del comercio capitalino y connotadas personalidades que hacía importantes aportes en dinero o material para el confite a repartir y el correspondiente adorno de las calles de la ciudad, por donde transitaría la carrera, y el pago a las bandas de música, que durante los tres días de festividad, amenizaban el evento, bien desde la tercera carroza que conformaba la festiva caravana, como además en los parcos de los templetes alegóricos, que para el efecto eran construidos por hábiles carpinteros en una esquina previamente seleccionada. También en las Plazas Bolívar y de la Misericordia que había tomado el nombre de Carabobo.

La Plaza Bolívar para entonces se convertía en una suerte de vitrina donde iban a parar todos los disfrazados, tanto adultos como niños, puesto que el incentivo para aquella exhibición, eran los premios ofrecidos a los tres mejores disfraces del carnaval de ese año que consistía en la originalidad, la popularidad y el consuelo. En los días previos al evento, las tiendas del centro de la ciudad, podía verse la gran variedad de disfraces que podían satisfacer los gustos más exigentes; también hacían su agosto humildes costureras y modistas especializadas en hacer los encargos de ilusionados clientes, que tenían metida la cabeza en los premios ofrecidos por la junta central del carnaval. La fiesta de tres días comenzaba a la seis de la tarde y terminaba al siguiente día a las seis de la mañana, con excepción del día inaugural y el de cierre que se iniciaba a las tres de la tarde. Tanto en las calles como en las plazas y fiestas privadas de clubes y casas particulares, se cambió radicalmente el pertrecho para festejar el carnaval. Atrás quedaron los juegos con sustancias nocivas y la agresión a personas. Ahora se arrojaban, como ya señalamos, serpentinas, caramelos, perfumes, papelillos y se usan máscaras y disfraces en los bailes públicos y privados, ocultando la identidad lo que era una atractivo. Nada quedaba a la improvisación del carnaval oficial que se regía por un estricto programa, el cual el principal invitado eran las familias acomodadas sobre todo aquellas que contaba con una progenie de hermosas hijas, seguras candidatas a coronarse de reinas y conseguir, posiblemente, un buen partido para el matrimonio.

Los casos un tanto anecdóticos de esos carnavales modernizados del último tercio del siglo XIX, fue que aparte de poner en el mapa los disfraces, también dio lugar para que el ingenio y el buen humor del caraqueño manifestara su don creativo en diseño y confección. Tal vez el más notable fue el disfraz de negrita que tanta connotación tendrá para el siglo XX. Este disfraz era para mofarse de las sirvientas antillanas que comenzaron a pulular en Caracas durante el guzmancismo. Su peculiar forma de caminar, sus ademanes al hablar y lo dicharachera que eran por igual con allegados y desconocidos, buscaron imitarse con esa indumentaria, Así por esos años surgió la conocida expresión carnavalesca aún usada en Caracas: … ¡A que no me conoces! ….

 

Guillermo Durand G.

VI Cronista de Caracas.

 

Reina de Carnaval en Caracas Circa 1950. Fuente: Fundacion de Fotografía Urbana. 
 

Una escena muy peculiar del juego de carnaval con agua, harina y pintura en Caracas de mediados del siglo XX,
tal como se hacía en sus orígenes de comienzos del siglo XVIII.


 El centenario disfraz vernáculamente caraqueño de negrita que tanto encanto y vigor
le trasmitió a las fiestas carnavalesca de nuestra ciudad.
 


La mujer caraqueña ornamentó con su belleza los faustos carnavales.
Ahora la autoridad hacía de custodia y no de represión como en el lejano pasado en la ciudad.

 

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1 Las Constituciones Sinodales de Venezuela y Santiago de León de Caracas. Libro 3ro. Artículo 144.pp. 140-246.

2 José Alberto Sucre. Gobernadores y capitanes Generales. pp. 208-209.

3 Arístides Rojas.” El Carnaval del Obispo” en: Crónica de Caracas. N°13. ,p 205..

4 A.G.N. Sección Civiles. Archivo N° 2 A 12-C49.D3974. Citado por Guillermo Durand en “El Carnaval: crónica de una fiesta prohibida. 131.

5 A.G.N. Sección Civiles. Año 1800, Archivador 13, tomo 539.Guiullermo Durand Ibidem.

6 Melchor Gaspar de Jovellanos. Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas. Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.

7 Crónica de Caracas. Nos. 55-57. Vol. 10 p. 494.

8 Robert Kerr Porter.Diario de un Diplomático en Venezuela. p. 196. Las negritas son nuestras.

 

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FUENTES CONSULTADAS:

 
 

ACTAS DEL CABILDO DE CARACAS: 1813. Archivo Histórico de Caracas.

CARO BAROJA, Julio. El Carnaval. (Análisis histórico-cultural). Madrid, Alianza Editorial, 2006.

CORTINA, Alfredo. Caracas la ciudad que se nos fue. Caracas, Los Libros del Nacional, 2004.

CRONICA DE CARACAS, Caracas, Concejo Municipal del Distrito Federal, N° 13 y 55-57.

DESAFIO DE DON CARNAVAL, Dos mil años de desmadre: (Dossier) en: La Aventura de la Historia. Madrid, Alianza Editores, Año 3, 28 febrero 2001.

DURAND G. Guillermo. “El carnaval: Crónica de una fiesta prohibida” En: Caracas en 25 Escenas. Caracas, Fundarte, 2002.

GRACIA DE LA CONCHA, José. Reminiscencias caraqueñas. Ernesto Ermitano, editor.

JOVELLANOS, Gaspar Melchor. Memoria para el arreglo de policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España. En: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. www.cervantesvirtual.com.

KERR PORTER, Robert. Diario de un Diplomático en Venezuela. (1825-1842). Caracas, Fundación Polar, 1997.

LAS CONSTITUCIONES SINODALES DEL OBISPADO DE VENEZUELA Y SANTIAGO DE LEON DE CARACAS. Hechas en la Santa Iglesia Catedral de dicha ciudad de Caracas, en el año del Señor de 1687. Caracas, Reimpresas por Carmen Martel, Calle del Comercio, 1848.

ROJAS, Arístides. Caracas, fundarte, 1995.

SUCRE, Luis Alberto. Gobernadores y Capitanes Generales de Venezuela. Caracas, Litografía Tec Color. S.A. 1969.

 

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