LA SEMANA SANTA EN LA CIUDAD: ¿DEVOCIÓN O DIVERSIÓN? UNA TRACICIÓN AL MODO CARAQUEÑO

   Ciertos caraqueños que llevaron una vida plena hasta la primera mitad del pasado siglo XX, dejaron testimonios interesantísimos de las viejas costumbres de su ciudad. La Semana Santa, desde luego, fue una de estas usanzas que llamaron su atención por el hecho de haberla vivido, primero intensamente y luego de un modo sosegado, tras llegar a la adultez. De allí que sus impresiones y recuerdos hubieron de escribirlas con nostalgia, pero también con algún sentido crítico. Nos referimos a esos cronistas de oficio que afortunadamente la ciudad siempre ha tenido en su seno, para que cuenten a las generaciones de relevo, cómo era una particular costumbre, donde sin duda se articulan parte de los componentes sociales que forman a los pueblos, algo que modernamente tratan de conceptuar como identidad. Nos viene a la mente, entre otros, los nombres de Lucas Manzano, Nicolás Ascanio Buroz, Alfredo Cortina, José García de La Concha y el eminente poeta Aquiles Nazoa.

Para ellos como a tantos otros, cuando asoma el alba del siglo XX en la ciudad de Caracas, la Semana Santa al parecer en nada había variado con respecto al siglo que le precedió. Desde el Domingo de Ramos, la ciudad se prepara para los días sagrados que han de conmemorarse en alusión a la vida, pasión y muerte de Jesús Cristo. Todo huele a incienso y un hálito místico envuelve a Caracas entre los días miércoles a viernes santos. Calles vacías remiten el eco del silencio; es notoria la inacción de los caraqueños durante el día, puesto que permanecen en sus hogares hablando en voz baja a puertas cerradas y el comercio como todos los servicios en la ciudad, emulan la quietud que exigen las circunstancias, paralizando toda labor que pueda perturbar los sagrados días en los que ha de transcurrir la Semana Mayor.

En la ciudad no se escucha el tañer de las campanas de sus numerosísimas iglesias y demás instalaciones religiosas. El silencio se convierte, al parecer, en el mejor aval espiritual que Caracas puede ofrecer como prueba de su devoción y respeto a los dogmas que deben guardarse durante estos días. Tan en serio se tomaban estas medidas los caraqueños, que incluso se ordenaba desactivar el reloj de la catedral, para que no hiciese su habitual sonido cuando llegaban las horas y sus cuartos. Sin embargo, durante la colonia existió la extraña costumbre de manifestar la entrada en cuaresma, el sonar estridente de las matracas en mano de los monaguillos y muchachos de Caracas en horas del mediodía. Ya ha pasado el Miércoles de Ceniza que es el día que marca el inicio de la cuaresma, y momento en que los caraqueños andaban con las frentes encarbonadas, luego que los sacerdotes estamparan en los templos cruces de cenizas a todos los devotos de la ciudad. Es Domingo de Ramos y los palmeros de Chacao y otros sitios, abastecen a las iglesias de palmas para ser bendecidas. Ya consagradas, se confeccionaban mayormente las cruces que eran puestas detrás de las puertas de los hogares para ahuyentar las desgracias, así como en la cabecera del lecho de los enfermos de gravedad, para agenciar su sanación. En una palabra, el rito del Domingo de Ramos, se consideraba milagroso, y por tanto, de obligado concurso de todo caraqueño creyente, el ir a las iglesias ese día, el cual hace alusión a la vida de Jesús, cuando llegó a Jerusalén montado en un humilde jumento y es recibido como un rey, al que el pueblo le pone palmas por donde pisa, en señal de admiración y respeto.

Pero en el curso siglo XIX las cosas no transcurrieron inmutables como ha quedado sugerido en opinión de los cronistas oficiosos. Hay asuntos que, durante la Semana Mayor de los tiempos decimonónicos, no encajan con lo que aparentemente nos dice la calle y dicta la tradición en tiempos más recientes. Es cierto que la ciudad entra en una suerte de hibernación de tres días, en el sentido que todo se ve paralizado, a excepción de las fatigas que produce los rituales que han de efectuarse, sobre todo en lo atinente a las procesiones y demás actos litúrgicos. Se pensaba, para entonces, que cualquier ademán de trabajo se convertiría en una ofensa o agravio a Dios. Por ejemplo, una de las más mentadas era a la prohibición de martillar clavos.
   
En este sentido, Las Constituciones Sinodales de 1689, que formaron las normas y reglas en la que debían proceder espiritualmente los caraqueños, no les prohibía el trabajo en los días santos, siempre y cuando quienes así lo hicieren, hubieran ido a su jornal, después de haber asistido a la santa misa. Así que, en el lejano siglo XVII, los molineros, hortolanos, zapateros, pulperos y todos los artesanos de los más diversos oficios, podían laborar si cumplían con el precepto eclesiástico antes referido, lo que da lugar a pensar que la ciudad, no entraba entonces en una paralización de actividades con la correspondiente mudez del silencio, lo que implicaba que se mantuviese abierto hasta el mercado de la Plaza Mayor. Sin embargo, en los artículos que van del 201 al 206 del título XVIII del indicado instrumento eclesial, dejaba en claro que “…debajo de preceptos manda que sus hijos se dediquen a su culto [el de Dios] y se aparten de las obras serviles” sólo en los días de fiestas religiosas, especialmente los domingos y los tres días de pascua de resurrección. Esta medida está vinculada con los ayunos y abstinencias que, al parecer los caraqueños de trescientos años después, habrán de cumplir sin chistear en lo más mínimo. No obstante, la iglesia de fines del siglo XVII, consciente de no entrar en contradicciones, si no prohibía las faenas del trabajo en los días pascuales, ello tampoco afectaba la venta y consumo de pan, vino, carne, pescado y demás alimentos para la vida. De modo que pensar en ayunos y abstinencias con tanta liberalidad y abundancia, no tenía razón de ser para la mayoría de los caraqueños de entonces.
   
No se trata de una paradoja histórica por darle algún nombre a este episodio en torno a la Semana Mayor en la ciudad en los tempranos tiempos de la colonia, puesto que existen razones que pueden explicar, cómo durante la república del siglo XIX, cuando la iglesia pierde buena parte de su influencia en la sociedad por la secularización del Estado, los ciudadanos, en apariencia, son “metidos en cintura” por el poder espiritual de la iglesia durante los rituales de la Semana Santa. Si observamos con detenimiento el comportamiento de los caraqueños en las procesiones y liturgias, nos percatamos ahora de algunas semejanzas generacionales, que nos permiten suponer que el pueblo no estaba sumido, como se creía, en un estricto recogimiento o constricción, sino que hallaba oportunidad para relajar la tradición pascual, exhibiendo la debilidad humana de la vanidad y la innata inclinación a la diversión terrena, que tantas veces la iglesia censuró y prohibió en el pasado.

Algo debió haber cambiado durante la primera parte del siglo XVIII. Es en esta centuria cuando la ciudad acusa inusitadas transformaciones en los ámbitos de su economía, desarrollo urbano, cultura, crecimiento de la población y aumento de la prosperidad. Ahora son tres nuevas entidades parroquiales que aparecen, Altagracia, San Pablo y Candelaria en la que se distribuyen más de las cuarenta mil almas a la que había llegado la población de Caracas. También se crean importantes instituciones como la universidad donde se formará la futura clase dirigente, y la compañía Guipuzcoana que empuja, con todo y monopolio, el auge de la economía cacaotera y el crecimiento del comercio, que a su vez estimula un artesanado desordenado y poco hábil, que el Ayuntamiento trata de someter con unas nuevas ordenanzas orgánicas, a consecuencia de su necesidad de tener que pensar nuevamente la ciudad.1 Tales cambios de alguna manera, debieron influir en el modo de ser y la sensibilidad de los caraqueños, que los entusiasmó a saltarse los infranqueables muros que la iglesia había levantado a fines del siglo precedente, con sus temibles Constituciones Sinodales. Ahora el comportamiento espiritual de los caraqueños se hace más laxo y su observancia a los dictámenes de la iglesia sobre el culto a Dios, parece no ser el mismo.

Quien nos deja una interesante pista para aproximarnos a comprender que había pasado, es el historiador Elías Pino Iturrieta, contenida en su extraordinario trabajo: Contra la lujuria, Castidad. En este sentido, nos explica que el código canónico de las sinodales, fue entendido como una herramienta, no sólo para controlar la espiritualidad en Venezuela, sino también para prever las desviaciones no deseadas de la modernidad en el proceso colonizador: “Por eso Baños y Sotomayor, [dice] quien apenas es el cuarto Obispo con sede en Caracas, junta a sus diocesanos en la faena de redactar una cuartilla que indique cómo vivir en derechura para ser la grey perfecta que pretenden las autoridades. Según entiende el Consejo de Indias el trabajo es escrupuloso y de buena doctrina, razones que desembocan en su publicación con licencia de Carlos II. Pero en 1761, cuando lleva la mitra Diez Madroñero, duodécimo pastor de la sede capitalina, los súbditos desacatan el manual. (…) el dinamismo signa a un conglomerado que crece sin mayores muestras de incomodidad bajo la tutela del rey y de la madre iglesia. Pero la prosperidad la acompañan los excesos, al decir de Díez Madroñero. Ciertamente nadie ha declarado su antagonismo frente a los mandamientos del templo, ni ha atacado los preceptos del sínodo, ni ha llegado al escándalo de negar la legitimidad del gobierno. Sin embargo, muchas cosas se toman a la ligera, como si vivieran los cristianos una feria y no en un valle de lágrimas. Aunque sin negar los cánones clásicos, un talante mundano mueve la superficie de la vida hasta el punto de invitar sin recato las torpezas. En lugar de imitar las virtudes ancestrales, arraigan los vicios que la modernidad ha trasladado hasta lugares insólitos como la corte de España. Por consiguiente, conviene meter en cintura a los venezolanos, no vaya ser que sus predecesores conduzcan a desenlaces indeseables en esta vida y el más allá.”2

Pero ese fue el derrotero escogido por los caraqueños en los inicios del siglo XVIII y el transcurrir del siguiente. Pero ello no quiere decir que fueron severamente reprimidos para meterlos en cintura, como tampoco que esa elección, fuese algo de consecuencias indeseables. En este sentido, la determinación del Obispo Díez Madroñero, sólo tuvo consecuencia alejadas de esos propósitos de reavivar las sinodales para someter a la feligresía de la ciudad. Su actuación, solo sirvió para que Caracas se llamase provisionalmente ciudad mariana y los complacientes cabildantes, “destituyera” en sus funciones al Apóstol Santiago como patrono de la ciudad, al imponer el Obispo como sustituta, la imagen de la Virgen de La Luz. Poco antes que sus sandalias abandonaran la urbe por siempre, ya se había desvanecido la titularidad de la nueva patrona en la ciudad, pues los que promovieron su culto, la Orden de los Jesuitas, al verse seriamente comprometida en la rebelión de 1766 conocida como el motín de Esquilache en la ciudad de Madrid, fueron inmediatamente expulsados de los territorios pertenecientes a España. Díez Madroñero, ni siquiera pudo imponer para la ciudad, su enrevesada nomenclatura de santos, al prevalecer la terca costumbre caraqueña de orientar sus pasos, solo con los antiguos nombres puestos a las esquinas. En síntesis, el Obispo no parece haber logrado sus propósitos en encarrilar a sus “pérfidas” ovejas que se encontraban, según su opinión, desparramadas y pastando en los placeres de los vicios terrenales.

Uno de los primeros signos en los que se advierten las transgresiones a la religión, es la realización de procesiones en la ciudad en horas nocturnas, cuando el código canónico de las sinodales, lo  tenía expresamente prohibido en su artículo 188, lo que lo complementaba con la advertencia que tampoco fuese “ni antes del amanecer” y con el suficiente tiempo para regresar a la santa iglesia de donde hubiese partido, antes de que anocheciera, pena de excomunión ipso facto para todas las personas que no guardasen la disposición. Entonces durante el curso del siglo XVIII, encontramos en las noches pascuales, un ambiente de feria que propiciaba los vicios que quedaban ocultos a la luz de las antorchas o hachas encendidas en las lentas procesiones, alumbrando las ataviadas imágenes de santos como las angostas y empedradas calles por donde pasaba la comitiva. Por la lentitud con la que eran efectuadas las maniobras, no solamente consumía horas el proceso, también mucho dinero por el consumo de las velas y cirios que encendían los devotos y los religiosos encargados de la liturgia, sin mencionar el costo de la abusiva como onerosa pirotecnia de la que hacían gala. Quien pudiese observar esas procesiones desde lo alto o de lo lejos, aquello debió parecer un concierto de luciérnagas en medio de la oscuridad de una ciudad, que solo contaba con un precario alumbrado público de unos pocos faroles de aceite de coco o de grasa animal, que poco duraban en servicio, gracias al placer que tenían en romperlos los mal entretenidos gavilleros que abundaban en la ciudad.

Los templos se abarrotaban de fieles que no tenían donde sentarse, puesto que aún no se había introducido la costumbre de usar bancos o asientos para ello. Solo las autoridades tenían sitios reservados para ocuparlos, según su jerarquía y atendiendo si eran espirituales o seglares. No obstante, los ricos como privilegiados que eran, podían hacerse también mediante el disimulo de las donaciones a la iglesia, de cómodos puestos para poner las alfombras sus mujeres mantuanas y para ellos mismos que debían permanecer de pie. También la compra de bulas los exoneraba de “pecadillos” en eso de guardar ayuno y otras abstinencias que debían guardarse durante la Semana Mayor. Atrás al fondo del templo, el tumulto de fieles y los que no eran devotos sino del bochinche, a la espera para la concupiscencia, mientras todos aguardaban la salida de las imágenes de santos para la procesión.  Así pues, resumidamente, esta era una de las escenas en la que se componía el lienzo de las procesiones nocturnas en Caracas en las primeras décadas del siglo XVIII, lo que indica que los caraqueños ya se estaban saltando la luz roja del semáforo de las Constituciones Sinodales.

Nada de esto acusó cambios de importancia hasta los inicios del pasado siglo XX. Todo transcurrió según las pautas que se trasmitió cada generación de caraqueños. Silencio casi absoluto en el curso del día en la ciudad hasta que los preparativos de las procesiones y la vuelta a la calle de los fieles, lo rompían. Los templos iluminados abrían sus puertas, así como ciertos comercios que solo permanecerán completamente cerrados desde el jueves santo hasta el sábado de aleluya. El célebre diplomático inglés Sir Robert Kerr Porter, anotaba en su diario algunos pormenores del jueves santo de 1827: “Mucha gente en la calle y gran desfile a las 5, con cruces, crucifixiones, San Juan, La Virgen María, música, curas, autoridades, oficiales y guardia de cuerpo militar. Todas las iglesias estaban espléndidamente iluminadas por la noche y multitud de personas decían sus plegarias en voz alta y arrodilladas y, después de unos pocos santos murmullos, seguían camino a otro templo reluciente. Así, miles de personas, principalmente negros y mujeres, van de uno a otro hasta altas horas de la noche (…) La intensa lluvia que cayó hoy [sábado] echó a perder la procesión del Santo Sepulcro, a la que había que asistir Bolívar” 3

No obstante, al interesante recuerdo sobre el Libertador a sus frustradas intenciones de hacer presencia en la procesión del Santo Sepulcro en la iglesia San Francisco, está el comentario clave que sobre esta costumbre nos hiciera, casi tres décadas después, el diplomático brasileño Miguel María de Lisboa, mejor conocido como el Consejero Lisboa, cuando visitó a la ciudad en 1853. En este sentido afirmaba: “Las procesiones se consideran en Caracas como una diversión pública y son las únicas fiestas en la que la generalidad de la población toma parte. Son frecuentes y dispendiosas, ponen en movimiento toda la ciudad y hacen un extraordinario consumo de pólvora en petardos y cohetes. La de las Mercedes, bajo los auspicios y dirección del pío sacerdote (…) es la de más lujo. Las andas en que se coloca la imagen de la Virgen es de dimensiones gigantescas y muy pesada: esta guarnecida con unos volantes de terciopelo carmesí bordados en oro (…) Los trajes de la imagen y sus adornos, en que abunda el terciopelo, el raso, el hilo de oro y las perlas valen muchos millares de pesos. También es digno de mención el féretro que es llevado el Señor muerto en la procesión del entierro: es de concha, embutida de plata y oro ornado de perlas preciosas, y costó muchos millares de pesos. En Semana santa hay procesión todos los días, desde el Domingo de Ramos hasta el de Pascua.”4

Por todo lo anterior, no es extraño entonces que esté presente en la Semana Santa un elemento discordante con la religión, como es el de la vanidad humana. En efecto, durante la cuaresma pascual los caraqueños en el curso del siglo XVIII, les dio por imitar la ostentación que exhibían las imágenes de culto en las iglesias, de modo que podía verse gran profusión de atuendos, vestimentas, trapos y atavíos que estrenaban los caraqueños, según las posibilidades de cada quien, una vez que llegaban las fiestas pascuales de resurrección del Señor. Esto fue una de las cosas más pintorescas que les pereció a no pocos ilustres visitantes que conocieron Caracas a fines del siglo XVIII y el curso del siguiente; es decir, eso de la muy costosa vestimenta con las cuales cubrían a las diferentes imágenes sagradas que sacaban en procesión en Caracas. Aquello parecía más bien una muy seria competencia de obscena ostentación entre los distintos templos de la ciudad, que al parecer ponía en grave aprieto la reputación de los religiosos responsables de aquellas pompas o faustos; situación a la que no eran ajenos los feligreses, en su afán de estar a la altura y decencia de los atavíos que llevaban las figuras de culto de su preferencia a las cuales eran devotos; es decir, ser lo más exuberante posible. Por tales razones, hemos de figurar previo a los días santos, a los sastres, modistas, costureras y tiendas de la ciudad, en un frenético jornal de trabajo tratando de satisfacer gustos de mujeres y hombres, bien sean vanidosos o modestos, dependiendo de la condición social, exigiendo para sus estrenos pascuales, exclusividad, vistosidad, confort, calidad, bajos precios y un largo etcétera, que no llegaba a saciar la avaricia de algunos de estos maestros de la confección.

En una remembranza sobre la Semana Santa de principios del pasado siglo XX, José García de La Concha, nos refiere cómo había cambiado la moda cuaresmal en la ciudad, valga la expresión, en sus tiempos de mozo: “Sin embargo [dice] ya no se usaba en las damas la ´saya’ de nuestras abuelas, que consistía en un fastuoso vestido negro de seda y terciopelo y blondas y lentejuelas, pero si se vestían con lujo, y los hombres todavía lucían sus levitas y pumpás, naturalmente, los mayores porque los jóvenes solíamos estrenar un buen terno.

Caracas se excedía en arte y lujo en la confección de sus Monumentos. Parecía que cada iglesia quería rivalizar y unos por fe y otros por admiración y los más por curiosidad se daban a la tarea de visitar todas las iglesias, y así las calles por lo regular desiertas en estos días se llenaban de gentes, y era de ver la policromía, modas y estilos de los trajes, y ya al atardecer encontraba usted por las alcabalas de la ciudad pobres muchachas con los zapatos en la mano y los pies ampollados, venidas de lejos y camino a sus casas.”5 Al parecer, durante un siglo , solo había hecho mudanza la moda que marcaba diferencias generacionales. El suntuoso terciopelo que representaba el luto por la muerte de Señor en la Semana Santa decimonónica, pasó con el tiempo a una variedad de costosas telas que bien podían resaltar la belleza de la mujer caraqueña, ya no su devoción y tristeza por la pasión y muerte de Jesucristo.

Otro asunto distinto pero que llevaba de cabeza a las autoridades, eran los desórdenes públicos que con cierta frecuencia se observaban durante las procesiones. El más común al parecer fue la tiradera de piedras, no en la representación de la escena bíblica sobre el que estuviese libre de pecados, que la arrojara, sino por parte de los integrantes de las muchas cofradías que existían en la ciudad, que aparte de ser muy devotas del santo que veneraban, eran celosas del territorio y privilegios que detentaban, al punto de caerse a piedras por el simple hecho de encontrarse dos de estas corporaciones en una misma calle. Esta agresividad, sin embargo, no era patrimonio de los cofrades sino de los muchachos gavilleros de Caracas, que tradicionalmente arreglaban sus diferencias a lluvias de piedras, bien sea en las calles céntricas de la ciudad, como también entre los diversos barrios.     

En este sentido, en la búsqueda de soluciones a estos desmanes durante el siglo XIX en la ciudad,  se ensayaron diversas medidas, como el prohibir las procesiones de noche, hacer su trayecto más largo para ocupar más a los fieles y no dejar espacio al ocio para otras cosas que incitaran al bochinche; planificar anticipadamente la ruta y evitar encuentros entre las agresivas cofradías; también se aumentó la vigilancia de policías sobre estas congregaciones religiosas y los gavilleros, por ser los principales promotores de esos desordenes, y que tanto trabajo le dieron al célebre policía de los tiempos del guzmancismo, que pasaba toda la Semana Santa persiguiendo a los unos y otros  para darle una merecida reprimenda. Por último, algunos veían ofensivo, y por tanto calificaba como desorden público, las “inmorales” representaciones en vivo alusivas a la pasión y muerte de Jesús, que hacían los jóvenes de ambos sexos por en las calles de la ciudad. Todos estos problemas se presentaron, pese a mantener, como ahora, a los hombres separados de las mujeres en las procesiones, para evitar tentaciones carnales que tanto atormentaba a la iglesia y excitaba a no pocos fieles de solo pensarlo.

Existen asociadas a la Semana Santa caraqueña sucesos históricos de gran significación en su pasado. El más importante para sus anales, sería cuando se instaló la Junta Suprema de Caracas, que sirvió de antesala para declarar la independencia absoluta de Venezuela. Ese hecho histórico se verificó el jueves santo del 19 de abril de 1810. Del mismo modo tenemos el devastador terremoto del 26 de marzo de 1812, ocurrido cuando los devotos caraqueños abarrotaban las iglesias de la ciudad, en momento de celebrarse el jueves santo de aquel año. Asimismo, los trágicos sucesos en la iglesia de Santa Teresa el 9 de abril de 1952, coincide cuando se celebraba la tradicional misa del miércoles santo al Nazareno de San Pablo. Alguien gritó en el templo que había un incendio que resultó falsa alarma, pero no se pudo evitar un tumulto que arrojó 49 fallecidos y 103 heridos. La venerada imagen de este templo, El Nazareno de San Pablo, también cuenta con una leyenda que llevó a las letras el esclarecido poeta cumanés, Andrés Eloy Blanco, que es conocido como El limonero del Señor, y que, según la tradición, surgió un miércoles santo cuando por su intersección liberó supuestamente a la ciudad de una terrible epidemia en el siglo XVIII. Así comienza esta bella pieza poética: “En la esquina de Miracielos agoniza la tradición. ¿Qué mano avara cortaría el limonero del Señor? (…) Por la esquina de Miracielos, en su Miércoles de Dolor, el Nazareno de San Pablo pasaba siempre en procesión”6   

Para concluir estas líneas, podría decir a modo de conclusión, que devoción y diversión convivieron los días de cuaresma en el curso de más de dos siglos en Caracas, sin la necesidad de anularse por medio de la censura y el rechazo. Los caraqueños manifestaron tanto su espiritualidad religiosa como su sensibilidad hacia sus costumbres, simplemente guardándose el día para una y exhibiendo la otra durante las horas nocturnas. La primera, estaba llevada por un rotundo silencio que encontraba acomodo en lo que señalaba ancestrales cánones de la religión católica para los días pascuales de resurrección. En la otra, los caraqueños se dejaban llevar por lo que eran y habían sido culturalmente. Es decir, un jovial y entusiasta pueblo abierto a las novedades y el placer que brindaba los cambios de la modernidad, pero también atado a viejas creencias y hábitos que solo una suerte de dialéctica, los mantenía sin contradicciones y prejuicios en un mismo espíritu y propósito. Todo concluía en la alegría que significaba el Domingo de Resurrección, pues se celebra que Jesús había resucitado por intercesión divina del Dios todo Poderoso. En los barrios pobres, como El Valle y después El Cementerio, una algarabía de personas se arremolinan entorno a la quema de la siempre cambiante figura de Judas, en señal de haber cobrado justicia por su propia mano, sobre alguien que consideran responsable de sus desgracias, esperando tal vez esperanzados, la recompensa del Misericordioso, porque la del hombre en la tierra, parece impropia a sus padecimientos.

Hoy a consecuencia del covid 19, nos sugiere la prudencia de conmemorar una Semana Santa en modo virtual, o cuando menos guardando las cacareadas normas de la bio-seguridad y distanciamiento social: es decir, embutidos en un templo con mascarillas y a la buena de Dios que nada nos pase.

Guillermo Durand G.

VI Cronista de la ciudad de Caracas.



Escena del histórico Jueves Santo del 19 de Abril de 1810 a las puertas de la Catedral, en momentos en que el pueblo de Caracas, gritaba al Gobernador y Capitán General, Vicente de Emparan: ¡A Cabildo, a Cabildo ¡... Ese día nació la República y cambió la historia de Venezuela. Cuadro del pintor caraqueño Juan Lovera de 1835.




FUENTES CONSULTADAS:

ASCANIO BUROZ, Nicolas. Estampas de la vieja Caracas. Caracas, Fundación Mendoza, 1965.
CORTINA, Alfredo. Caracas, la ciudad que se nos fue. Caracas, Ediciones de El Nacional,2004.
GARCIA DE LA CONCHA, José. Reminiscencias. Vida y costumbres de la vieja Caracas. Caracas, Ernesto Armitano editores,
DURAND GONZALEZ. Guillermo. Caracas en la mirada propia y ajena. Caracas, Instituto Municipal de Publicaciones de la Alcaldía de Caracas, 2010.
___________________________, Caracas en 25 Escenas. Caracas, Fundarte, 2002.
LISBOA, Manuel María. “El Consejero Lisboa” Relación de un viaje a Venezuela. Caracas. Fundación de Promoción Cultural de Venezuela.1986.
MANZANO, Lucas. Tradiciones caraqueñas. Caracas, Empresa El Cojo, 1|967.
NAZOA, Aquiles. Caracas física y espiritual, Caracas, Concejo Municipal del Distrito Federal, 1977.
PINO ITURRIETA, Elías. Contra la lujuria, castidad. Caracas, Alfadil ediciones, 1992.
KERR PORTER, Robert. Diario de un diplomático británico en Venezuela. Caracas, Fundación Polar, 1997.
              
          
              



   

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