CARAQUEÑO: HISTORIA DE UN GENTILICIO
Caraqueño: Historia de un gentilicio.
(En Ofrenda a la ciudad a los 454 Años de su Fundación.)
El tema que ofrecemos ha sido objeto de atención en otras oportunidades, tanto en las clases del postgrado de Historia Republicana de Venezuela de la UCV., como en artículos publicados. Sin embargo, somos del criterio que debemos volver a esta cuestión, puesto que lo hasta ahora realizado, no ha sido suficiente para superar la provisionalidad de lo dicho por los incipientes estudios que han asumido su comprensión como problema histórico. Existen a nuestro criterio dos cuestiones fundamentales que deben abordarse con tenacidad metódica al momento de encarar este asunto. Una es la percepción crítica en el abordaje del problema y el otro corresponde a las escasas como escuetas fuentes que nos suministran datos sobre el proceso formativo del gentilicio caraqueño, puesto que una vez establecido el orden colonial y la ciudad de Caracas se encuentre plenamente conformada, el asunto de las fuentes deja de ser una preocupación por lo menos en cuanto a su aspecto cuantitativo.
En beneficio de la sencillez, bien podría comenzar en torno la aparición del vocablo Caracas y posteriormente como éste alcanzó una connotación más amplia, al asociarlo los conquistadores con una suerte de obsesión que se enquistó en sus mentes, al considerar que su orgullo había sido “ultrajado,” tras verse derrotados en varias ocasiones por quienes simbolizaban o representaban ese exótico término lingüístico; es decir, Caracas. En el afán de recuperar la honra perdida, se ocultan sombrías historias de traiciones, perjuicios, reconcomios e injusticias que acompañaron la compleja trama que urdió la preponderancia del topónimo Caracas que, para entonces, parecía atraer y espantar por igual, a quienes se encargaron, involuntariamente creemos, de formar una leyenda en torno a su significado.
Todo hubo de comenzar aparentemente poco antes de 1555, cuando el primer venezolano en génesis llamado Francisco Fajardo, tejía en su mente la forma de convertirse en un afamado conquistador de ignotas y ricas tierras, como era peculiar para un joven de aquellos tiempos de mediados del siglo XVI. Lo singular de este proyecto de aventura, era que quien elucubraba fama y prestigio para su vida, no era propiamente un peninsular, sino un mestizo nacido de una cacica Caraca-Guaiquerí llamada Isabel, y de un conquistador de homónimo nombre, Francisco Fajardo, que había sido Teniente de Gobernador de la provincia de Margarita y estaba dedicado a toda tarea que le era propia a su condición de conquistador; es decir, guerrear y hacer negocios de comercio lícitos e ilícitos, y en consecuencia, tratos con gentes empeñadas en sacar provecho de los recursos naturales y la población autóctona, como también a la de esclavos negros, tanto en la isla de Cubagua (Nueva Cádiz) como desde luego en la de Margarita.
El caso es que la aventura del mestizo Fajardo, desde un principio parecía estar signada de malos presagios, precisamente, por esa condición ambigua de pertenencia que lo situaba en medio de dos razas entonces contrapuestas y enfrentadas, por el designio de una nueva historia que se hallaba en su capítulo más cruento: la violenta conquista. Es a ese episodio al cual, Francisco Fajardo, quería sin duda formar parte de manera distinta pero descollante, al plantearse el inédito proyecto de conquistar y poblar sin someter por la fuerza a unos lejanos y peligrosos parientes que se hallaban en el territorio centro norte costero de tierra firme, donde hasta entonces, no había sido hollado por la insolente espada de los barbudos peninsulares.
En su primera incursión, Fajardo ha de explorar superficialmente el territorio de la costa. Es sabido que su madre era nieta del cacique Charaima de filiación Caraca, lazo parental que seguramente le facilitó esa misión de reconocimiento. El viaje en canoa salió de Margarita, pasó a Maracapana en la Nueva Andalucía (Cumaná) para luego dirigirse a Píritu, siempre bordeando la costa, “… y enfilando la proa al sol poniente, sin alejarse demasiado de la llana y arenosa playa, deja atrás la boca de Unare y los palenques de Barutaima, Machurucuto y Tacarigua; bordea los acantilados del cabo de la Codera y recala en Chuspa”.
Ahora se repetirá ese momento tan crucial como lo fue para la historia del Imperio romano, cuando César al pasar el Rubicón, sentenció: “la suerte está echada” queriendo decir con ello, que no había vuelta atrás en las consecuencias de esa determinación, llamando a continuación Bárbaros a todos aquellos pueblos que deseaba conquistar localizados al Norte de Europa. Cuando Fajardo pone un pie junto con sus veinte guaiqueríes en el suelo de Chuspa, no sentencia como César, desde luego, pero no puede evitar que comience a gestarse, en las ambiciones de los conquistadores hispanos, el mito de los Caracas. Chuspa era el sitio donde moraba la nación Caraca, diferenciada de otras tantas etnias distribuidas en una extensa región formada de valles y montañas separadas por el imponente Guaraira Repano, (Sierra Grande); estos son: los Tarmas, Charagotos, Mariches, Guarenas, Teques, Arbacos y los Toromaimas, que en momentos de la lucha contra los conquistadores, fueron dirigidos por Guaicaipuro, Paramaconi, Guaycamacuto, Paisana, Guaimacuare, Tamanaco, Caruao entre otros tantos caciques que se enfrentarían a las hordas que actuarían en esa región poco antes a la alevosa muerte de Francisco Fajardo en 1563.
Debe tenerse presente que los conquistadores fueron los que crearon y esparcieron el mito que los Caraca era una sola nación o pueblo indígena que se hallaba disgregada en una dilatada e ignota región. Para ello pluralizaron el término, a fin de agrupar a todas las etnias existentes en ese territorio, alrededor de un solo etnónimo, vale decir: Caracas. En ello posiblemente, no hubo razón o motivo, salvo que fuera una medida practica y muy cómoda que servía para contemplar primero a un heterogéneo y disperso grupo poblacional, y luego identificar con un mega topónimo, a una región muy extensa que sería en el acto, denominada como provincia de Caracas (1558), la cual se confundía en los primeros años con la provincia de Venezuela. Los límites de esta nueva provincia, se fijaron entre el sitio de Maracapana ubicada en la Nueva Andalucía al Este, hasta los confines de Borburata al Oeste. En los permisos que solicitará Francisco Fajardo a los Gobernadores Gutiérrez de la Peña y a Pedro Collado en El Tocuyo, para conquistar y poblar, es donde encontramos el origen de la notoriedad que fue cobrando el vocablo toponímico Caracas. Esta relevancia se incrementará una vez que los emplumados rechacen con sobrados bríos, la conquista y desbaraten los asentamientos poblacionales de las villas de El Rosario (1561), San Francisco (1562) y El Collado (1563) que había levantado Francisco Fajardo.
Tras la creación de la provincia de Caracas, como consecuencia de haberse impuesto un poco antes ese vocablo toponímico para designar el territorio por conquistar, se pierde de alguna forma para la historia, la tenaz lucha que los Toromaimas con Paramaconi a la cabeza, plantaron a las huestes españolas cuando pretendieron consolidar la villa de San Francisco, como después al oponerse al ejército conquistador dirigido por Diego de Losada, que terminaría con la fundación de Santiago de León el 25 de julio de 1567. Los Toromaimas son dignos merecedores de un gran monumento en la ciudad, no sólo por haber sido el pueblo originario del valle donde se implantó la ciudad, también fueron una nación que luchó con tenacidad en el resguardo de sus vidas, su cultura y las tierras de lo que fueron despojados por la violenta conquista.
A partir de entonces el nombre de Caracas se hace sinónimo de temor, pero también de codicia, pues conquistar lo que ella representaba, significaba en teoría indiscutible prestigio y, en consecuencia, poder político y militar con su correspondiente e incalculable beneficio en el manejo del poder. Es por ello que experimentados y ambiciosos conquistadores, dirigen su atención a la irredenta provincia llamada de Caracas: Juan Rodríguez Suárez, Luis de Narváez, Diego García Paredes, Lázaro Vásquez, Gutiérrez de la Peña, Juan de Maldonado, Diego de Losada y Pedro Ponce de León, entre otros, hacen fila para inmiscuirse como protagonistas de la conquista de Caracas. Intrigas y traiciones se arremolinan en los sucesos hasta que Diego de Losada es requerido para la misión que había quitado el sueño a sus iguales desde 1560. La Real Cédula del 17 de junio de 1563 que ordenaba el castigo de los indios Caracas, confirma de alguna manera esas ambiciones y también frustraciones del proceso de conquista No será sino hasta 1578 cuando ya Santiago de León de Caracas contaba con doce años de haber sido fundada (1567), cuando se comienza a dar una explicación, entre otras cosas, sobre el nombre de la región conquistada. Se trata de un documento cuyo título es Relación de la Descripción de la Provincia de Caracas, mejor conocido como “La Relación de Pimentel de 1578” Esta notable fuente documental la conoceremos los caraqueños, sólo en 1927 cuando habían transcurrido trescientos cuarenta y nueve años de haberse elaborado. El Hallazgo de este documento se debe al Centro de Estudios Americanistas de Sevilla en 1919, el cual lo reproducirá la Academia Nacional de la Historia en su boletín N° 40 en la fecha ya indicada de 1927.
El Gobernador Juan de Pimentel, al inicio de su descripción sobre la provincia, aclara en su opinión las razones de porque se llama Caracas la región en los siguientes términos: “… Llámese toda esta provincia generalmente entre los españoles Caracas, por lo que los primeros cristianos que a ella vinieron con los primeros indios que hablaron, fue una nación que se llama Caracas que está en la costa de la mar; y aunque en esta provincia hay otras naciones de indios de más cantidad que los Caracas, como son Toromaimas, Arnacosteques, Guaiqueríes, Quiriquires, Meregotos, Marijes, Tarmas, Guarenasija, Garagotos, Esmerogotos, Boquiracotos; tomó el nombre de esa provincia de los Caracas por lo arriba dicho y esta nación de indios Caracas tomó este nombre porque en su tierra hay muchos bledos que en su lengua se llaman Caracas”
De lo señalado queda la duda si consideraron a Francisco Fajardo un español por haber sido el primero en poner un pie en territorio de los indios Caraca cuando desembarcó en Chuspa, o se está refiriendo a las hordas de conquistadores que le suplantaron después de 1560. El punto de inflexión, reiteramos, es cuando el mestizo Fajardo hubo por fuerza mayor, tener que solicitar permiso de conquistar y poblar al Gobernador Gutiérrez de la Peña, que dieron lugar a la erección de los señalados pueblos que fueron entonces ubicados en la vasta y peligrosa provincia de Caracas. Allí está pues el reconocimiento de un etnónimo aborigen, repetimos, que se hace ahora topónimo de un vasto territorio cuyos límites ya indicamos. Con el tiempo tales limites serán modificados sobre todo cuando se establezca la república en 1811.
Fundada Santiago de León de Caracas el 25 de julio de 1567 sus habitantes nunca se llamaron a sí mismos santiaguenses. La única institución que empecinadamente les recuerda a los vecinos que la ciudad se denomina Santiago de León, es el Ayuntamiento, pues su deber era el hacer justamente mención a ella como una norma legal de invocación con la cual autentican sus actuaciones de gobierno, asentándola en sus libros de acuerdos, bajo esta invariable fórmula: “En esta ciudad de Santiago de León, se reunieron sus señores regidores, alcaldes y procurador general, para conferir sobre cosas útiles a esta república, a saber: “…. Esa fórmula protocolar, se mantendrá así con pocas modificaciones, hasta el 19 de Abril de 1810, cuando se erige la Junta Suprema de Caracas que sirve de antesala a la formación de una república independiente que sería establecida al año siguiente el 5 de julio de 1811.
* Lo interesante a reseñar en este asunto del gentilicio, es que en la ciudad sus habitantes, ya en los inicios del siglo XVIII, asumen que la urbe se llama Caracas, desestimando definitivamente el nombre de Santiago de León, pese a que este era, insistimos, el legítimo nombre que le había dado su fundador Diego de Losada. Incluso, la imagen del Apóstol Santiago, que fungía como Patrono Mayor de la ciudad, y a quien y por esa misma razón, se le homenajeaba cada 25 de julio con una pomposa y lucida fiesta pública, por todas las autoridades y el pueblo, no fue acicate suficiente para que la ciudad conservase su nombre oficial de Santiago de León. Sin embargo, es pertinente aclarar que este topónimo Caracas como gentilicio, antes del siglo XVIII aún no está fijo definitivamente en la memoria escrita, sino en el habla común de los habitantes de la ciudad. De esta forma el gentilicio caraqueño, debería emplease como adjetivo, suponemos, sólo cuando alguien requería emplear el lugar de su origen o nacimiento; como al momento de la llegaba a la ciudad de algún forastero y hubo de requerir de un referente para referirse a sus habitantes. Era pues obvio, primeramente, el uso frecuente del topónimo Caracas para dar lugar al gentilicio. Como bien lo conceptúa Soledad Chávez Fajardo, “… la historia de los habitantes de un lugar determinado comienza a existir cuando este grupo, en plena concienciación, empieza a denominarse con el adjetivo correspondiente a este territorio, es decir, hacer uso del gentilicio” La ciudad de principios del siglo XVIII, comenzaba a dar en firme los primeros pasos en este sentido, al reconocer el ancestral y misterioso etnónimo indígena, como nombre tutelar de nuestra urbe. La aparición del gentilicio había comenzado a reconocerse como signo de identidad en la historia de la ciudad.
En el caso de la provincia de Caracas, sus dispersos habitantes hallados en los tantos pueblos que había dejado el proceso de conquista y poblamiento, jamás que sepamos, emplearon el topónimo de Caracas como su gentilicio referencial de sus respectivas localidades. La tendencia después de la segunda mitad del siglo XVII, fue al parecer buscar desligarse de la arrogante ciudad capital, burlando en lo posible, cualquier medida de exención como se había hecho durante los primeros años del proceso formativo del coloniaje; esto es contribuir forzosamente con los bandos de alarma de Caracas, provocado por la amenazas ciertas o probables de inminentes peligros a la que estuvo acosada durante sus años formativos. Ese cuando menos, fue el claro aviso que se desprende del estruendoso fracaso de recuperar la isla de Curazao en manos de los holandeses, intentada desde Caracas por el Gobernador Ruy Fernández de Fuenmayor, poco antes de la medianía del siglo XVII Pese a la falta de elementos que nos indiquen que el topónimo Caracas, no fue empleado como gentilicio por ningún pueblo de la extensa provincia del mismo nombre, tampoco hay evidencias del uso de gentilicios propios a sus localidades, como si surgirán profusamente con la llegada de la guerra de independencia a principios del siglo XIX.
En las interesantes descripciones y relaciones sobre la ciudad hecha por los ilustres viajeros que nos visitaron en el curso del siglo XVIII, así como también las atribuidas a ciertos criollos de otras regiones de Venezuela, a excepción de Francisco Depons (1806), no hay datos que hallan usado en sus testimonios la voz Caracas como adjetivo; es decir, caraqueño. Sin embargo, como gentilicio es frecuente encontrarlo cuando mencionan a la ciudad. La escasa o nula mención del adjetivo en esos testimonios, no es prueba fehaciente para desconocer que el mismo fuese empleado, ya lo afirmamos, en las conversaciones de esos ilustres visitantes, cuando se referían ocasionalmente a los habitantes de Caracas. El Barón de Humboldt, cuando estuvo de huésped en la ciudad, tras estudiar la pira o bledo según la cual dicha planta se conocía bajo el nombre de Caraca, la denominó científicamente con el calificativo de: Amarantus Caracasanus.
Pero cuando buscamos el vocablo Caracas como gentilicio en ese mismo siglo XVIII, podemos constatar que el mismo adquiere libre tránsito, e incluso gran profusión al verlo estampado, por así decir, en los documentos de la burocracia colonial, y a la vez sirviendo ocasionalmente como emblema, para identificar lo hecho en la ciudad como muestra de orgullo y calidad. Para mayor prestancia y desde fines de la sexta década de esa centuria, en un nicho de la torre de la Catedral, se exhibe la Virgen de Caracas, cuya presencia pareciera recordar a sus habitantes, que está allí para velar por sus intereses. La disparatada y obsesa idea del Obispo Diez Madroñero, de imponer a la Virgen de la Luz como patrona mayor de la ciudad, llevó a los señores cabildantes adjurar al Apóstol Santiago y declarar a Caracas como ciudad Mariana, algo que fue interpretado como el asomo de un peligro para el nombre de la ciudad que sus habitantes no estaban dispuestos asumir sin presentar batalla. La Virgen de Caracas representaba, podría decirse, una silenciosa y solapada lucha en contra de los burócratas de la iglesia y el Ayuntamiento, a tal punto que se ocultó el nombre del autor de la obra pictórica religiosa. Pacientemente los caraqueños esperaron y a poco de tres años (1767), cayeron “los falsos ídolos” y el apóstol Santiago volvió a su sitial, tras la expulsión de la orden de los Jesuitas, que al parecer habían urdido toda aquella trama de la devoción a la Virgen de la Luz que hizo fruncir el ceño a la mayoría de los caraqueños.
Desde comienzo del siglo de La Ilustración, la ciudad tiene su mayor crecimiento y reporta en consecuencia un progreso en materia económica y cultural. En los libros de acuerdo del Ayuntamiento, si bien se conserva la antigua formula de invocación del nombre de la ciudad como de Santiago de León, no tienen reparo en referirse de vez en cuando a la urbe como Caracas a secas. Fuera de las puertas del consistorio, puede decirse, que el gentilicio comienza a ocupar hasta los espacios más exclusivos. Por ejemplo, a la irritante Compañía Guipuzcoana que había sido creada en 1728, se le tenía desde su erección como la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, tal vez por la terca insistencia de los mantuanos, de aplicar sustantivo a su cacao, llamándolo “Cacao Caracas” cuando lo exportaba a la ciudad de Veracruz y España. En la real cédula mediante la cual se erige en universidad el Colegio Seminario Santa Rosa de Lima en 1721, se puede leer en algunas de sus partes, el gentilicio Caracas para referirse a la universidad; pero incluso la misma institución al entrar en funciones, en sus sellos oficiales está inscrita la palabra latina “Caracencis” que desde luego es el símbolo de identidad de la ciudad. Otra referencia importante a señalar, es la del Intendente Joseph de Avalos, cuando en 1779 emplea el mismo gentilicio como adjetivo al referirse al caraquense y caraqueño en un escrito al Ayuntamiento, para ilustrar el trato especial que el Rey otorga a las cosechas de cacao de Caracas en detrimento de las de Guayaquil, cuando son recibidas en la metrópolis; testimonio que fue registrado en el libro de acuerdos del cabildo. Así a lo largo de este llamado Siglo de La Ilustración o Las Luces, se hizo frecuente o común, el convenir que la ciudad se llama Caracas y en consecuencia su gentilicio es el de caraqueño. Tal aceptación podía verse expresado, reiteramos, en toda la documentación de la burocracia colonial, pero especialmente en las reales cedulas expedidas en el establecimiento de las instituciones de mayor relevancia para Venezuela a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, como lo fueron la Gobernación y Capitanía General, la Real Audiencia, la Intendencia, el Real Consulado y el Arzobispado, cuyas sedes se encontraban en la ciudad de Caracas.
En los inicios del tumultuoso siglo XIX es donde encontramos el despegue del empleo del gentilicio caraqueño. Usado como acicate cohesionaste de la propaganda política republicana, que insurgirá en la ciudad poco después de la instalación de la Junta Suprema de Caracas el 19 de Abril de 1810, de inmediato tendrá acogida en la población como en los medios que tienen en ella influencia. Sin embargo, su entrada en la política, había sido desde las páginas de la prestigiosa Gaceta de Caracas dirigida por Andrés Bello, cuando en su número 82, Don Antonio Fernández de León, el Marqués de Casa de León, publica un largo exhorto del 2 de febrero de 1810, solicitando ayuda para España por haber sido invadida por la Francia napoleónica; en tal sentido, refiere que tal hecho es un “… ¡Oprobio eterno al pueblo caraqueño” Lo que lo persuade entre otras cosas, a solicitar un donativo a los habitantes de Caracas en los siguientes términos: “Nada hay que no pueda alcanzar tan honroso derecho por medio de una suscripción patriótica que grabará en los faustos de la lealtad caraqueña” De modo que pocos antes de verificarse las mudanzas políticas e ideológicas, se asumía que los caraqueños eran los que habitaban la ciudad y se mantenían leales al a Rey. Si el posterior cambio político no supuso seguir con la lealtad al Rey, ello no alteró en nada el sentido con el cual se entendía el gentilicio caraqueño, que se convertiría en adelante en una suerte de catalizador de la conciencia republicana en la ciudad y un incentivo fuera de ella para los seguidores de la causa independentista.
Durante los conflictos políticos devenidos del levantamiento de Juan Francisco de León de 1749, la intentona revolucionaria de José María España en 1779 como las de Francisco de Miranda en 1806, así como la conspiración de los mantuanos en 1808, por ninguna parte se encontró evidencias del empleo de este adjetivo del gentilicio, como acicate ideológico de sus propuestas políticas revolucionarias. Lo que si fue empleado es el termino de patria con una clara distinción de España.
El uso político del gentilicio de la ciudad fue tan impactante, que inmediatamente aparecieron periódicos como El Caraqueño, Semanario de Caracas, El Patriota y El Mercurio Venezolano, respectivamente. Miguel José Sanz, argumentó en las páginas del Semanario de Caracas: “Entre nosotros, pueblo caraqueño, no reina la ambición y la tiranía (…) Sin embargo, es preciso conocer que esta voz pueblo, política y rigurosamente tomada, no es multitud o conjunto de todos los habitantes” …. Es obvio que, en los momentos de la efervescencia revolucionaria, la alusión al gentilicio de la ciudad, fuese usada e interpretada de diversas maneras creando a veces confusión, e incluso, temor en quienes se creían depositarios del patronímico: esto es, la clase dirigente. Seguir sin disimulos la opinión de Sanz, sería entonces reconocer la exclusión en uno y otro termino o concepto.
Quien interpretó con mayor agudeza la novedad del poder que tenía el gentilicio de la ciudad, fue Simón Bolívar, y es por ello que vemos que lo incorpora inmediatamente como un útil instrumento de concienciación en su pensamiento político. Por tal motivo se llama a sí mismo caraqueño y a todos sus coterráneos. Un ejemplo sobradamente ilustrativo, es el primer documento político de envergadura que suscribe el 15 de diciembre de 1812, que lleva por título: Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño, que conocemos popularmente como el Manifiesto de Cartagena. Luego de la Campaña Admirable y el establecimiento de la Segunda República en 1813, la mayoría de sus proclamas, bandos y dictámenes para la ciudad, son encabezados con la expresión: ¡A los Caraqueños! En una de estos escritos del 8 de agosto de 1813 decía: “Caraqueños. El Ejercito de bandidos que profanaron nuestro territorio sagrado, ha desaparecido delante de las huestes granadinas y venezolanas (…) Los habéis visto, caraqueños, escaparse como tránsfugas de nuestra capital”
Que sepamos, El Libertador no elaboró un concepto sobre el caraqueño, probablemente porque evitó opiniones como la de Miguel José Sanz. Ante una crítica acérrima a sus coterráneos como a su ciudad, prefería la lisonja o el halago, como la que le profirió a la ciudad el 26 de septiembre de 1825 a través de una carta dirigida al Gral. José Antonio Páez, donde le dice: “Mil leguas ocuparán mis brazos, pero mi corazón se hallará siempre en Caracas. Allí recibí la vida, allí debo rendirla; y mis caraqueños serán siempre mis primeros compatriotas. Este sentimiento no me abandonará sino después de la muerte”
El ejercicio del poder político para dirigir la república en el curso del siglo XIX, no fue tan generoso con quienes nacieron en la ciudad, aunque debe reconocerse que dos de ellos alcanzaron la talla de hombres universales y el otro tuvo un ego tan elevado, que fue conocido como el “Autócrata Civilizador”. Nos referimos desde luego a Simón Bolívar quien nació en Caracas el 24 de julio de 1783 y regentó el poder entre 1813-1814 y 1819-1830 y Francisco de Miranda, nacido el 28 de marzo de 1750, quien ostentó el poder absoluto durante la debacle de la llamada 1ra Republica en 1812; por último, tenemos al Gral. Antonio Guzmán Blanco, que, tras su Revolución de Abril en 1870, se mantuvo en el poder durante dieciocho largos años hasta 1889, período en el cual se valió de terceros para para darle continuidad a su omnímoda autoridad en el país. Estos fueron los tres presidentes caraqueños que detentaron los hilos del poder político, en un siglo sumamente conflictivo por la diversidad de problemas que hubo de confrontar. El saldo se podría decir es negativo desde un punto de vista cuantitativo, pero al momento de valorar la cualidad de estos mandatarios caraqueños, sin duda sobrepasaron en influencia el promedio de quienes los antecedieron y precedieron en el poder político. Caracas pese a ser la capital de Venezuela a todo lo largo de su historia, no por ello a forjado un mayor número de mandatarios de la república.
Referirse a los caraqueños del siglo XIX, sería lo mismo que tratar sobre la identidad de la ciudad, pues su gentilicio ha fraguado lo suficiente para superar la simple adjetivación. Durante los años que van de 1830 a 1900, existen elementos que definen lo que es ser caraqueño. Sus costumbres, singularidades y peculiaridades dan cuenta de una fusión que dice: “made in Caracas”. Todo ello permite que no haya de alguna manera primacía para el anonimato de la muchedumbre. Los caraqueños de estos años, se conocen y se dan a reconocer, con algunas ciertas excepciones, con su gentilicio como bandera identitaria. La urbe desde tiempos remotos, ha sido objeto de lindos cumplidos:” La ciudad de la eterna primavera”, “La sucursal del cielo”, “El París de un solo piso” “La ciudad de los Techos Rojos”, son algunos piropos proferidos por historiadores o poetas. La hermosura de la ciudad como su benigno y agradable clima, despierta cierto hechizo del cual quedan prendados y embelesados quienes la visitan o la conocieron en tales tiempos; incluso, causa cierta envidia en algunos provincianos como el coronel Antonio Ignacio Linares Picón, Justicia Mayor de Mérida, que visita a Caracas en 1803. La ciudad es de calles estrechas y empedradas, pero quienes la transitan, de un alma muy ancha y de corazón por definición, querendón. Además, otra peculiaridad de los caraqueños, es su ingenio para el buen humor, que a veces cuando lo amerita la ocasión, se vuelve irónico y muy pugnaz. A la caraqueña la precede su belleza e inteligencia, aunque muchos la consideren rezandera y algo recoleta en el siglo XIX. La mala fama en asuntos de diversión y juegos de azar, es algo que parece llevarlo con orgullo la mayoría de los caraqueños, aunque traten de simularlo con la excusa que son muy trabajadores algunos, y de buena familia otros.
También es muy singular de la ciudad de Caracas, como sus habitantes se las arreglan para dar las direcciones de algún lugar. Su nomenclatura surgió de la antigua tradición de darle nombres a sus esquinas, echando mano a cuanta excusa hubiese para ello: apellidos de personas, sucesos de su historia, personajes folclóricos, su naturaleza y un largo etcétera. Es por ello que en estos tiempos ser caraqueño, era sinónimo de conocer de “vista, trato y comunicación” todas las ciento veinticinco esquinas del cuadrilátero histórico de la ciudad y un poco más allá. Así vemos direcciones un tanto inquietantes como: “Ojo Pelao a Peligro”; de “Cárcel a Hospital” y de “Hospital a Hoyo”; mientras otras en cambio aluden a la elegancia, “De Conde a Principal” también las hay para las suspicacias, como las esquinas del “Muerto” “Cristo al revés” “Las Animas” revelando con ello que el catálogo es nutrido y ocurrente.
En conclusión, si nos atenemos que el gentilicio es el lugar de nacimiento de una persona, ello podría servir como definición que más o menos satisface las expectativas de las diversas disciplinas que estudian un idioma en particular; sin embargo, cuando intentamos una explicación histórica como la que acabamos de intentar es este ensayo sobre el caraqueño, habrá que reconocer que el asunto es mucho más complejo y de contenido sorpresivo. A él volveremos para la búsqueda de datos que nos permitan su definitivo retrato hablado, aunque siempre cambiante por definición.
Guillermo Durand G.
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