CARMEN ROSA GONZÁLEZ DE DURAND: LA MATRIARCA (†) 1929-2022 - In Memoriam

    Ella es mi madre al igual de mis once hermanos, o sea tres varones y ocho hembras. Estos somos, según nuestros géneros: Luis, Guillermo, Ramón y Alfieri; María, Jaqueline, Nidia, Alba, Blanca, Gaudencia, Rosalba y Francis. El título que acompaña a estas líneas, es de simple comprensión: matriarca es una definición que se les atribuye a aquellas mujeres que, por su experiencia, sabiduría e influencia, son respetadas por el grupo familiar e incluso por la comunidad en la cual goza de estima y autoridad. Esa fue la condición que siempre acompañó a mi madre ante todos aquellos que la conocieron y trataron en vida. Carmen Rosa Nació en la madrugada del domingo diez de agosto de 1929 en la localidad de Paracortos, un antiguo pueblo de indios de doctrina del actual estado Miranda, que hubo de surgir en el siglo XVII de la conquista española, bajo el nombre de San Juan Evangelista de La Guaira de Paracotos. Esto quiere decir, que vino al mundo del vientre de una india, mi abuela, llamada Elisa y un humilde campesino de ojos claros y figura larguirucha, descendiente de españoles, cuyo nombre era Víctor Manuel González, el abuelo. No tengo mayores referencias de él, salvo su hermana, una maestra de escuela llamada Alejandrina Gonzalez. De esa unión matrimonial, nacerían la primigenia Carmen Rosa, Ovidio, Urbaina, Alcides, Alida, Celia Cecilia y Margarita. Todos ellos de entrañables recuerdos de mi niñez cuando iba a Paracotos con la familia, regularmente en la Semana Santa o en las vacaciones escolares del mes de agosto, a la casa de la abuela ubicada en un sector denominado Cachicamo, entre las localidades de Los Lirios y El Latón. Tengo especial recuerdo de mi tío Ovidio, nombre precedido de la fama en la literatura universal. El me enseñó cosas útiles para la vida, aprendidas cuando vivía con mi abuela y estudiaba en Paracotos el cuarto grado de educación primaria. Mi tío Ovidio tenía afición por las canciones rancheras mejicanas y a la bebida, algo muy reiterado en las películas de ese género en aquellos tiempos. De verdad fue un gran hombre, risueño y siempre dispuesto al trabajo rudo que bien sabe hacer la gente humilde y campechana. Una de las mayores alegrías de su vida, fue cuando adquirió un caballo -me olvidé su nombre- que hubo de ser la realización de uno de sus sueños. Sobre ese dócil animal, se creía un auténtico guerrero, tal vez imaginándose ser parte de las huestes de Pancho Villa o Emiliano Zapata en los años de la Revolución Mexicana; aunque tengo la impresión, que se sentía más a gusto, viéndose la encarnación de Pedro Infante o Jorge Negrete, que eran auténticas celebridades populares de aquellos tiempos en el cine y la radio. Ojalá su alma aún vague valientemente en las épicas hazañas del ejército revolucionario mejicano, o en las también épicas conquistas de féminas de anchas y coloridas faldas con clinejas en sus cabezas. Mi tío Ovidio, en verdad, fue mi paladín cuando niño, como lo podía ser también el Llanero Solitario, El Cisco Kid o El Zorro y todos aquellos héroes de westerns, que estimulaban la imaginación nuestro mundo infantil. 

Carmen Rosa, tenía especial predilección por su abuela materna Rosa, a quien todos llamaban cariñosamente, mamá Rosa, por ser la única partera del pueblo. Por esta razón, vino a este mundo a sus manos, pero también aferrada a ellas, cuando comenzó a conocer la vida más allá del entorno que le brindaba el pequeño pueblo de Paracotos. Esa abuela partera, le ampliaría de seguidas los horizontes que su vida reclamaba precozmente por su vivaz curiosidad, siempre ayuna de aprendizaje. Así de pequeña, por lo regular, Carmen Rosa iba tomada de la mano de la abuela por los viejos y polvorientos caminos indígenas de Paracotos, y los abiertos a fines del siglo XIX por el Gral. Guzmán Blanco, como Maitana, Agua Fría y la Mariposa que comunicaban al viejo pueblo con Caracas. De seguras, mi mamá iba haciendo preguntas a su abuela, de todo cuanto veía u ocurría en derredor; ante lo cual, recibía respuestas que hacían más resplandeciente sus ojos castaños, producto de su asombro, seguida de una linda sonrisa de Rosa, deleitada por las ocurrencias de aquella precoz niña. Por un buen tiempo, estaría Carmen Rosa al cuidado tutelar de su abuela. Así desde muy pequeña, se acostumbró a los deliciosos bizcochos de manteca que le daba cada mañana, para que lo comiera acompañado de guarapo con papelón. A los cinco años, hubo de residenciarse un tiempo en Maracay en casa del tío materno Higinio Camacaro, quien tenía la profesión de cocinero, y según se decía en familia, trabajaba para el General Gómez. Poco antes de instalarse en Maracay, había viajado con mi abuela Elisa, su recién nacido hermano Ovidio, y desde luego, con la abuela Rosa, a la isla del Burro, en el lago de Valencia, Estado Carabobo, para ir a a visitar al tío llamado Cipriano Camacaro, quien se encontraba preso en ese reclusorio de la isla por asuntos políticos. A Carmen Rosa le impresionó mucho el traslado en lancha por las zozobras de la frágil embarcación. Se cuenta que Cipriano fallecería un tiempo después, en un fracasado intento de fuga de la infame prisión. Ya residenciada en Maracay temporalmente en la casa del tío Higinio, Carmen Rosa, frecuentaba la avenida Las Delicias para dar largos paseo con sus primas y admirar así lo más preciado de la llamada Ciudad Jardín. Un bucólico paisaje coronado por un zoológico donde estaba un hipopótamo que gozaba de los cuidados especiales del dictador o tirano de nuestro país, el Gral. Juan Vicente Gómez.

De regreso a Paracotos, siendo una niña de seis o siete años, Carmen Rosa y su abuela Rosa, fueron a visitar Elisa, o sea mi abuela, para luego retornar velozmente a su periplo de viandantes. Esta vez se fueron a Caracas a vivir un tiempo en el Prado de María, en una antigua casa de techo de tejas y amplio patio empedrado; supongo que era el año de 1935, porque se acordaba de los disturbios de los que que la gente hablaba, tras la muerte del General Gómez. La estadía en Caracas fue interrumpida con un breve regreso a Paracotos, pero hubo de retornar a la brevedad a Prado de María para estudiar en el colegio Tomás Aguerrebere, ubicado al lado de la iglesia La Milagrosa, donde la inscribió su abuela Rosa. Allí cursó hasta cuarto grado cuando tenía unos diez años. De regreso una vez más a Paracotos, debió seguir sus estudios primarios con la maestra Teolinda de Lugo. Terminaría el sexto grado con su tía paterna Alejandrina González, quien fue una excelente y estricta maestra, en cuya escuela se entraba a las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, porque los niños recibían el desayuno y almuerzo. De regreso era que podía ayudar a mi abuela Elisa a las labores del hogar.

 “Lamentándolo mucho -escribió- cuando yo tenía 13 años murió ella (la abuela Rosa) en la cama al lado mío, porque yo dormía junto a ella y no la dejaba sola; siempre andábamos juntas para todas partes. Aprendí muchas cosas bonitas, porque además a ella le gustaba que yo estudiara. En los carnavales, recuerdo, que me mandaba a hacer mi disfraz; el que más recuerdo era el de jardinera, amplio de organza con muchas flores y me llevaba a la plaza El Valle que en esa época era muy bello e íbamos en el tranvía”.   

El fallecimiento de la abuela Rosa en 1942 para Carmen Rosa, significó el inicio de tres años duros en su vida, razón por la cual extrañaba hasta lo indecible a la abuela protectora. Por su propia voluntad, se trasladó a Caracas a vivir en la casa de su tía Herminia Camacaro, ganándose la vida enseñándole a los niños del barrio a leer y escribir. Por ese trabajo, cobraba un bolívar semanal por cada uno de los niños. Sin embargo, pronto abandonaría esas labores por propia recomendación de su tío Higinio, que reprochaba las intenciones de su hermana Herminia de usar a Carmen Rosa, como doméstica al servicio de su casa. Fue de esta manera que comenzaría a independizarse trabajando como obrera en la fábrica de galletas Atlas, ubicada al final de la Avenida Nueva Granada, ganando 21,50 bolívares semanales, lo que era suficiente para sus gastos básicos, e incluso, gozar de un excedente que le permitía ir al cine los fines de semana, comprar muchas golosinas y otras menudas cosas. En ese entonces fue cuando conoció a su gran amor Luis Bartolo Durand Jiménez, con quien se casaría precozmente, pues apenas contaba tan sólo dieciséis años. El matrimonio por la iglesia, se efectuó en Paracotos con la presencia de la parentela y amigos, el sábado 29 de septiembre de 1946. El vestido lo compraron en la afamada tienda de El Silencio, llamada La Mano de Oro y el buqué se lo obsequió Manuel Durand, dueño de la floristería El Clavel Rojo, situada en las cercanías de la iglesia de Santa Teresa de Caracas.

Su partida de matrimonio señala entre otros asuntos, lo que sigue: El suscrito, Secretario del Despacho de la Prefectura del Municipio Paracotos, Distrito Guaicaipuro del Estado Miranda CERTIFICA: Que en el Libro de Registro Civil de matrimonios llevado por este Despacho durante el año de mil novecientos cuarenta y seis, bajo, bajo el N° 35, folio 41 frente y su vuelto, se encuentra inserta acta que es del tenor siguiente. …..
N° 35.- Hoy, a las cinco y treinta minutos de la tarde del día veintiocho de septiembre de mil novecientos cuarenta y seis, constituido el ciudadano Antonio Enrique Álvarez Uzcanga, primera autoridad civil del Municipio Paracotos (…) en el Salón de la Jefatura Civil, compareció LUIS BARTOLO DURAND JIMÉNEZ, de veintitrés años de edad, soltero, mecánico, natural de Caracas, parroquia Santa Rosalía y domiciliado en la Parroquia Candelaria, Venus a Quebrada Honda N° 76,  (…) también CARMEN ROSA GONZALEZ CAMACARO, de diecisiete años de edad, soltera, de oficio doméstico, natural y vecina de este Municipio, e hija legítima de Víctor Manuel González, casado agricultor, y de Elisa Camacaro, casada, de oficio del hogar, ambos de este domicilio. Con el fin de celebrar el matrimonio que tienen convenido (…) siendo suficientes los documentos precedidos para proceder al acto, el Secretario dio lectura (…) In continente dirigiéndose a los contrayentes les dijo: En nombre de la República y por la autoridad de la ley, os declaro unidos en matrimonio".

Por un tiempo vivió Carmen Rosa con la familia Durand en el número 76 entre la esquina de Venus y Quebrada Honda de Los Caobos en Caracas. Decidió al poco tiempo que quería vivir sola, mostrando así su natural independencia, mudándose a una casa en la avenida Las Luces en El Cementerio; luego vivirían en la quinta Villa Magdalena de la calle Santa Ana en el mismo sector, cerca de los talleres Industrias Van Dan donde trabajaba su esposo Luis Durand. Más tarde otra mudanza, esta vez a la casa del tío Higinio en el barrio La Cruz de Los Rosales, era el año de 1948. Estando en esa casa fue cuando nacieron sus dos primeros hijos, Luis y María. Para entonces, Luis Durand trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas como oficial de soldadura. Eran los años iniciales del gobierno del General Marcos Pérez Jiménez, donde el progreso y prosperidad se abría para el país y muchas familias venezolanas. No obstante, el joven matrimonio Durand González, deberían luchar mucho para alcanzar aquella prosperidad que aún veían inalcanzable. Hubo de comenzar a cuenta gotas, como si el destino quisiera poner a prueba la determinación de Carmen Rosa y las fuerzas de Luis Durand.  Lo primero, fue el regalo de un terreno en el incipiente barrio de Los Postes que comenzaba a surgir en Los Rosales, parroquia Santa Rosalía, producto de la bondad y solidaridad del tío de Carmen Rosa, Santiago Camacaro, hijo de la fallecida Rosa. Desde ese momento, la ilusión de una casa propia comenzó a tener sentido, al ver el precario ranchito sin ningún tipo de servicios que levantaron en aquel sitio, como símbolo de esperanza. En menos de una década ya ese destartalado ranchito, era una casa que se levantaba en dos pisos sobre sus cimientos. Allí mismo nacerían mi hermana Jaqueline y el suscrito. El resto mis hermanos, es decir, Nidia, Ramón, Alfieri, Alba, Blanca, Gaudencia, Rosalba y Francis, vendrán al mundo en la maternidad Concepción Palacios, donde nacían más de la mitad de los caraqueños de los años sesenta. Recuerdo de muy niño las visitas de mi abuela paterna María de Durand, porque siempre llevaba una caja de galletas que estaban salpicadas de cristales de sal, creo que se llamaban Galletas Saltín. Mientras ellas conversaban sin parar, yo y mis hermanos hacíamos lo propio, pero devorando aquellas galletas sin pausa. Para Carmen Rosa, aquella casa era su orgullo, un palacete envidia del barrio, donde en adelante reinaría criando a sus hijos con abnegación y su código de inquebrantables valores. Los esfuerzos invertidos por Luis Durand, habían rendido los frutos esperados y querido. Ahí estaba su obra, una casa para Carmen Rosa que ya se perfilaba como la matriarca de la familia Durand González. La había levantado con sus propias manos, con el sudor de su frente, con el humilde sueldo de un obrero y la orientación de un plano de diseño que elaboró, in situ, un amigo quien era un dibujante técnico. Muchas veces vi a ambos inclinados sobre aquel plano, como si fuesen dos generales que planificaban una batalla decisiva. Debo decir, además, que Luis Durand, hubo de contar con la fuerza cautiva de los hijos, a la sola condición que ya caminaran solos. Había que acarrear mucho material de construcción en ese largo y esperanzador proyecto. Bajo protesta, como podrán imaginar, tuve que cargar muchos bloques y la pesada arena. Eso conspiraba con el tiempo que debía dedicar a la vagancia y mis juegos.

Una familia compuesta de tantos hijos como la nuestra, era de esperarse que no resultara fácil sostenerla con el sólo sueldo de obrero de mi padre, ahora laborando el desaparecido Instituto Nacional de Obras Sanitarias (I.N.O.S).  También entraba a cuentas de obstáculos, los prejuicios que arrastraban buena parte de las generaciones de hombres a la que perteneció mi padre, lo que puede resumirse, en prohibir que sus esposas trabajaran fuera del hogar. Viendo entonces el peso de tales prejuicios, que la misma exigencia de las precariedades económicas no podía superar, Carmen Rosa con la intención de aportar algo con los gastos de la carga familiar, comenzó a buscar una solución en los estudios disponibles.

Llevada de tal propósito hizo un curso de auxiliar de enfermería, aunque no pudo ejercer tal oficio por la razón arriba aludida, supo sacarle mucho provecho en la atención de los miembros de la familia cuando requerían de cuidados por motivos de salud. La misma atención la prestaba a los vecinos en la medida de sus posibilidades. Luego incursionó en cursos de corte y costura que se ofrecían en horario nocturno en la escuela Gran Colombia. Al finalizarlos, se vería un resplandeciente letrero a las puertas de la casa: “se corta y se cose” Con las nuevas habilidades aprendidas, de alguna forma, la ropa de los hijos y la suya, dejó de ser un tormento, pues como se comprenderá, ella misma la confeccionaba. Además, nunca le falto su clientela cautiva que acudía a la casa para un remiendo, un ruedo, la confección de algún trapo de moda, o simplemente la colocación de algún cierre que se había dañado. Las ganancias no eran elevadas, pero si constantes para asegurarse recursos para el pan de cada día. También Carmen Rosa, hizo cursos de manualidades, especialmente el de floristería, bordados y pintura, lo que le permitía hacer adornos de todo tipo, especialmente para las bodas que se realizaban por el barrio. Cuando estas escaseaban, entonces con mucha paciencia se ponía a confeccionar mimosas, piezas que hacía de alambre de color verde con una pasta de merengue, lo que al final quedaba una bonita flor que solía vender por docenas en una tienda cerca de La Bandera, localidad aledaña a la avenida Nueva Granada. Desde luego también hizo cursos de cocina, que más que aprender ese oficio que lo conocía de primera mano, lo realizó bajo el criterio de aprender más trucos para aprovechar los alimentos y resolver los esporádicos problemas de la mesa familiar. En una reunión de padres y representantes en la escuela donde yo estudiaba secundaria, la Técnica Industrial de Coche, tras una pregunta que le hizo el profesor guía sobre qué era lo que ella hacía, tras su contundente respuesta, no le quedó más al profesor que ponerla como ejemplo ante las otras madres asistentes, con el fin que estudiaran como la señora Durand.

La década de los setenta y la siguiente, fueron años de un mayor sosiego, el país registraba una época de relativa prosperidad que benefició a la gran mayoría de los venezolanos. Sus hijos mayores con algunas excepciones, ya se encontraban estudiando en la universidad diferentes carreras. Luis cursaba economía y derecho; yo la insolvente carrera de historia; Nidia bibliotecología y Archivología y Alfieri Geografía; más tarde Francis se licenciaría en la Universidad Simón Rodríguez en Recursos Humanos. Mi padre había adquirido una camioneta ranchera Chevrolet de segunda mano, pero impecable. Cuando las cosas iban por buen camino, hubo entonces la desgracia de la muerte de Luis Durand por una patología cardiaca. Carmen Rosa, en adelante, sería viuda y pasaría a depender de sus hijos y la exigua pensión de sobreviviente que le dejó mi padre. Siguió pues su vida al cuidado de la casa y pendiente de los hijos que aún vivían en ella. Como le gustaba salir, siempre andaba visitando lugares con sus comadres del barrio; entre otras, la señora Cecilia, su comadre Providencia, su prima María Escobar y su más dilecta amiga, Rita, que no se hacían de rogar para ir de paseos o visitar a familiares y conocidos. Con mi hermana Blanca, que fue quien la cuidó en los últimos veinte años, tuvo ocasión de ir a Puerto Rico y a Acapulco en México, de modo que pudo darse el gusto, de conocer otros lugares fuera del país. Esta afición por conocer, como ya lo referimos, la sembró en ella su abuela Rosa quien era una incansable viajera. 

Desde los años noventa hubo de abandonar la casa familiar de Los Rosales para ir a vivir con mi hermana Blanca Rosa, a un bonito apartamento en la avenida Andrés Bello de Maripérez, que tiene una vista maravillosa al Ávila, más propiamente el Guaraira Repano, o sea Sierra Grande.   No fue fácil aceptarlo para ella y siempre se quejaba de querer volver a la casa familiar. No era posible, porque pensando en su bienestar, ya el barrio era otra cosa distinta al que conoció donde prevalecía la solidaridad y el respeto entre los vecinos. Visitaba las casas de sus hijos con alguna frecuencia, así como asistía a los eventos familiares que siempre reclamaban su matriarcal presencia. Así fue como compartió en los últimos años con hijos, nietos y bisnietos. Recuerdo que cada vez que tenía ocasión, me preguntaba donde se encontraba mi hija Leyden Isabel, porque quería darle la bendición en persona. La última vez que compartieron ellas, fue cuando Leyden vino con su esposo Gabriel de Italia de visita, e hicimos en mi casa una comida de recibimiento donde compartimos gratamente en tal ocasión. Le preguntó a Leyden de todo, sometiéndola a un riguroso interrogatorio llevado por el afecto y la curiosidad. Si se graduó de arquitecta, cómo le fue en sus estudios de urbanista y si tenía planes para su futuro. Cómo era ese señor con quien se casó, etcétera. No se las respuestas que recibió, pero estimo que fueron satisfactorias porque de otro modo, el interrogado habría sido yo. Algo así como ante un tribunal de la Santa Inquisición del siglo XVI:  Ya que habló de los afectos de mi madre por sus descendientes, hay un nombre que me viene a la cabeza en sus preferencias, su bisnieta Yakarlet, llamada cariñosamente, Yakar. No sé cómo se escribe en propiedad ese enrevesado nombre, pero de alguna forma, pareciera que Carmen Rosa, se veía a si misma en ella, en el sentido de poder rememorar, podría decirse, su relación con su abuela Rosa Camacaro durante sus años de  niñez y adolescencia. El día del entierro de Carmen Rosa, su bisabuela, la veía sosteniendo una rosa y lágrimas en sus ojos, arrodillada ante la tumba, observando como descendía lentamente el ataúd con los restos mortales de mi madre, hacia la resplandeciente luz eterna. 

Se nos fue Boquita Roja el domingo 30 de enero a los 6 y 45 minutos de la tarde. Dios habrá de recibirla en su seno, como una digna mujer cristiana que supo conducir a su extendida progenie, por la senda del bien con la satisfacción de haber sido una madre sin tachas, ni nada que reprocharle de su honrosa y fructífera existencia. Dios la tenga en su seno misericordioso, y haga ocupar el sitial que te corresponde en el infinito cielo, por tanto desprendimiento de amor y abnegación, que en vida nos ofreciste, sin otro interés que nuestro bienestar. Te amamos y te amaremos, más allá de nuestra hora de muerte. Amen. Bendición Carmen Rosa, hija de Elisa y de tu amada abuela Rosa Camacaro. El latido de tu noble corazón, no se extinguirá en las presentes y futuras generaciones las que tú le diste vida. Paz a tu alma.  


 Guillermo Durand González. 

VI Cronista de la Ciudad.

 

Boda de Carmen Rosa González de Durand y Luis Durand Jiménez.













Comentarios

  1. Es de obligada lectura de parte sus demás hijos tan graduable lectura de la Bibliografía muy documentada con profundidad en su escrito cosas que yo no sabía. Mamá Carmen de inmensos amor cariño a sus hijos levantó está humilde familia con Papá. Dios te tenga en su Gloria Mamá Carmen Te quiero Madre Mía De ti Alfieri

    ResponderBorrar
  2. Es de obligada lectura de parte sus demás hijos tan graduable lectura de la Bibliografía muy documentada con profundidad en su escrito cosas que yo no sabía. Mamá Carmen de inmensos amor cariño a sus hijos levantó está humilde familia con Papá. Dios te tenga en su Gloria Mamá Carmen Te quiero Madre Mía De ti Alfieri

    ResponderBorrar
  3. Que manera más linda de honrar y enseñar la vida y experiencias de Carmen Rosa, nuestra señora madre, a quién cada hijo la dignificó de diferentes formas y atenciones. En especial sus últimos años de vida que fueron de especial cuidado por mis hermanas Gaudencia y Blanca Durán, de quién estoy muy agradecida. Hermano Guillermo Alexis, gracias por contar esta bonita historia Duránd González.
    FRANCIS DURÁN

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas populares