Los cumplidos y sarcasmos de los caraqueños a mi ciudad. A los 456 años de la fundación de Caracas.

 Clío en Caracas. Caracas, julio 25 de 2023.



Los cumplidos y sarcasmos de los caraqueños a mi ciudad. A los 456 años de la fundación de Caracas.

 

Guillermo Durand G. VI Cronista de la Ciudad.


La ciudad hubo de ser implantada un 25 de julio de 1567 Día del Apóstol Santiago Patrón de la España. Nuestra urbe originalmente llevó este mítico nombre, porque entre otras razones, los conquistadores le atribuían al Apóstol, poderes especiales desde que hizo posible, según la leyenda, la expulsión de los Moros de la península. Por ello pensaron que sólo con su “divina” intersección, se podía derrotar a los aguerridos e inquebrantables indios Caraca, que habían puesto en duda la eficacia de las hordas de su majestad, desde que osaron emplear la violencia sin parangón, desconociendo así las intenciones del mestizo Francisco Fajardo, quien primigeniamente funda y puebla en el valle de los Toromaimas, sin recurrir a la fuerza cuando ya el siglo XVI trasponía su medianía. La villa de San Francisco en los dominios de los Toromaimas (1553) como la del Collado en el litoral central, obedecieron pues a estos propósitos que se había fijado el primer venezolano venido a estas feraces tierras, Fajardo, que soñaba en ingresar a la historia con una hazaña que lo diferenciara del turbulento, agresivo y despiadado período del mercantilismo, surgido de la insaciable acumulación de fortunas mal habidas en el contexto de la expansión de la llamada Edad Moderna. La comprobación por el propio Francisco Fajardo sobre la existencia de yacimientos de oro en el valle de Caracas, le dio una vuelta más a la tuerca de la codicia y la violencia que motivaron su trágica muerte y dieron origen entonces a Santiago de León.

El primer medio siglo de Caracas será escenario de una evolución francamente lenta donde el acento lo tendrá la precariedad. Las dificultades, no obstante, servirán de acicate para la perseverancia, el denuedo y mucha tozudez que permiten superar su estado embrionario de aldehuela o villorrio, que contradecía con sobradas razones, las pretensiones de ciudad con la cual fue fundada; pero, además contrastaba con la insondable arrogancia que muy tempranamente manifestaron sus escasos vecinos para mentarla de capital. Para ello les bastaba solo afirmar, que su humilde iglesia parroquial, conocida como Santiago (1573), desde que puso un pie el Obispo Pedro de Agreda en Caracas, sería en adelante la Catedral; y para mayor lustre y vanidad, al residenciarse por esos mismos años en Santiago de León el Capitán General Juan de Pimentel, entonces habría que considerarla además capital en despecho de otras poblaciones como Santa Ana de Coro, Nueva Segovia de Barquisimeto y Nueva Valencia del Rey, que habían regentado y concentrado tal distinción. Juan de Pimentel, en su afamado informe sobre la provincia de Caracas de 1577, no emite ningún elogio o insulto a la ciudad, se limita a afirmar que la mayoría de sus casas son de paja y palos hincados, mientras las casas reales, que es donde reside, hacen la diferencia por ser hechas de piedras.

Pese a la vanagloria que expresan por la ciudad sus alpargatados vecinos, aún no habían surgido expresiones conscientes que pudieran considerarse en propiedad, emergidas de la espontaneidad del afecto por aquella pequeña e incipiente urbe, compuesta por una reducida Plaza Mayor, flanqueada por sus cuatro calles reales que daban forma a la retícula y terminaban abruptamente por los barrancos de sus principales ríos Catuche, Anauco, El Guaire y la quebrada de Caruata. No hay en estos primeros momentos alusiones a metáforas que expresen de alguna manera afectos especiales por el precario villorrio. Lo más cercano a esa posibilidad lo representó el intento hecho por el Gobernador Diego de Osorio el 26 de septiembre de 1593, cuando recomienda al Ayuntamiento ordenar se escribiese la historia de la conquista de Caracas en sonoros versos por un soldado poeta apellidado Ulloa, que se encontraba de paso en la ciudad.

No hay indicio que Ulloa haya llevado a cabo su importante tarea, luego de interrogar a tres vecinos prominentes, sobrevivientes de aquellos feroces combates con los irredentos indios, que habían sido comisionados por el Ayuntamiento para esta labor, por haber formado parte de esa jornada punitiva. El poeta simplemente desapareció sin dejar rastro. Por mucho debieron sus vecinos conformarse como elogio a su ciudad, cuando el primer Simón Bolívar, llamado El Viejo, tras representarla en las cortes de España, trajo una real cédula que facultaba a tener su escudo de armas cuya orla decía: “Muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de León de Caracas.” Esta distinción oficial, aunque es un cumplido, no es propiamente los que lograron connotación y singularidad inequívoca de afecto y orgullo de una ciudad.

Es revelador apuntar que, desde los principios de esta urbe, sus habitantes jamás se llamaron asimismos santiaguenses, sino que adoptaron espontáneamente el gentilicio de caraqueño como su insignia de identidad.

Este si será el primer cumplido a nuestra ciudad en su historia; es decir, este gentilicio desde entonces precede nuestra autentica identidad histórica y cultural. Su empleo no solo fue expresión espontánea, además sugiere ser un manifiesto de nuestro inconsciente colectivo, que todavía está por revelar sus insondables secretos. ¿Será acaso esta voz indígena nimbada por ancestrales causas misteriosas, la que ha dictado nuestra actuación hasta hoy?

Antes de arribar a su primer centenario de existencia, un poderoso sismo escombra los esfuerzos que los caraqueños habían hecho para levantar con relativa prestancia la ciudad. Se trata del terremoto de San Bernabé que según se dice, el loco Saturnino en vano alerta con mucha antelación a los descreídos y burlescos habitantes. Desde el cerro de El Calvario, Saturnino será el único testigo que se resguarda de sus propios y calamitosos designios, y Caracas prácticamente desaparece el Día de San Bernabé el 11 de junio de 1641. Sin duda la ciudad queda más para un epitafio lapidario que para cumplidos. Sin embargo, Caracas renacerá a la espera de ser recordada como el Fénix por méritos y esfuerzos propios. Quien se encargará de escribir y reconocer sus atributos y dones será el regidor Joseph de Oviedo y Baños, quien en 1723 edita para toda la posteridad su insigne libro: Historia de la conquista y poblamiento de la Provincia de Caracas. El título de esta obra lo dice todo y de todo dice. En ella se asienta con sonoras frases el segundo cumplido hacia la ciudad que entonces todas las generaciones de caraqueños la tomaron como timbre de distinción y de vernáculo orgullo:La Ciudad de la Eterna Primavera.” Esta será la expresión que deduce o sintetiza el elogio que le hace Oviedo y Baños a su ciudad y que había planteado en los siguientes términos metafóricos o poéticos:

En un hermoso valle, tan fértil como alegre , y tan ameno como deleitable, que de Poniente a Oriente se dilata por cuatro ríos, que porque no faltase circunstancia para acreditarla paraíso, la cercan por todas partes sin perder sustos de que la aneguen; tiene su situación la ciudad de Caracas en un temperamento del cielo, que sin competencia es el mejor de cuantos tiene América, pues además de ser muy saludable, parece que la escogió la primavera para su habitación continua, pues en igual templanza todo el año, ni el frio molesta, ni el calor enfada ni los bochornos del estío fatigan, ni los rigores del invierno afligen (…) sus calles son anchas, largas, y derechas, con salida y correspondencia en igual proporción a todas partes y como están pendientes y empedradas , ni mantienen polvo, ni consienten lodo: sus edificios los demás son bajos por recelo de los temblores, algunos de ladrillo y lo común de tapias, pero bien dispuestos, y repartidos en sus fábricas: las casas son tan dilatadas en los sitios, que casi todas tienen espaciosos patios, jardines y huertas, que regadas por diferentes acequias, que cruzan la ciudad, saliendo o encañadas del río Catuche, producen tanta variedad de flores que admira su abundancia todo el año: hermoséenla cuatro plazas, las más medianas y la principal bien grande, y en proporción cuadrada.”

La mención que hace Oviedo y Baños del gentilicio Caracas para referir el nombre de la ciudad y no el de Santiago, nos revela de inmediato el arraigo del viejo topónimo indígena en nuestros sentimientos de identidad. 

Todo desde sus habitantes como las instituciones, con la única excepción del Ayuntamiento, hacían hincapié que éramos de Caracas, pese a que todos los 25 de julio se celebraba la fiesta de su patrón el Apóstol Santiago con lucimiento y pompa en la Catedral, pero con muchísimo bochinche en la Plaza Mayor. Diríase que la ciudad de la eterna primavera, se había anticipado a un cambio de nombre, sin la intervención de las autoridades. El sello de lo sentenciado por Oviedo y Baños sobre las excepcionales cualidades de la ciudad y sus habitantes, sin duda alguna fueron debidamente confirmado por cuantos huéspedes ilustres tuvieron la fortuna de visitar Caracas. La lista es larga y los elogios también, salvo uno que otro comentario prejuicioso que expresan aquellos tiempos en que manda la vanidad, al intentar comparar a Caracas con otras ciudades europeas, como lo fue, por ejemplo, Francisco Depons, quien al parecer no encontraba la comodidad y elegancia que le podía ofrecer la “Ciudad Luz,” quejándose amargamente en consecuencia. Si bien afirma que las caraqueñas son el ornato de la ciudad, por encantadoras, hermosas y sencillas, arremete sin compasión contra las también lindas meretrices que deambulan por sus calles, como si en París no hormigueasen las prostitutas, por no ser su ciudad, precisamente, una suerte de convento de clausura. Nada en este siglo XVIII en Caracas, parece contradecir el elogio proferido por su primer historiador a comienzos de esa misma centuria, así pues y con ciertas y lógicas salvedades, el maridaje entre caraqueño y eterna primavera fueron sinónimos para enmarcarlos en una idílica postal para la historia, que retrata la feliz adolescencia de una hermosa ciudad que oculta bajo sus enaguas uno que otro feo pecadillo.

El primer sarcasmo proferido a Caracas surgió de un proverbio popular, un tanto ambiguo. Cargado de mucha ironía fue empleado para repudiar a las autoridades de Caracas, la situación caótica en que se hallaba la ciudad. El mismo fue usado por los caraqueños de mediados del siglo XIX que rezaba: “De Caracas al Cielo”. Fue el dominicano Pedro Núñez de Cáceres, quien registró tal testimonio en sus memorias con el propósito de denigrar de la ciudad. Originalmente, este refrán devino de la costumbre de los caraqueños de ironizar situaciones adversas, de modo que ello era un rasgo distintivo de su carácter que se traslucía, ocasionalmente, cuando reclamaban o rechazaban situaciones límites que los afectaban. De Caracas al Cieloes un incisivo sarcasmo que denunciaba, reiteramos, una situación calamitosa de Caracas al carecer de todo y estar desbordada por insondables problemas urbanos, de servicios y seguridad en el curso de la década de los años cincuenta del siglo XIX, porque vivir en ella era interpretada como llevar una existencia condenada a los tormentos propios de “Las quintas pailas del infierno”, después de lo cual tendrían derecho al cielo. 

Con el tiempo se olvidó lo que motivó el irónico refrán, convirtiéndose en un cumplido memorable para la ciudad, tal como lo conocemos hoy. Lo relevante de esta cuestión, es que es de la propia autoría del pueblo caraqueño y auténtica expresión de su modo de ser, no sólo para increpar, sino también como vimos, disimular sus enfados con expresiones ambiguas y mordaces. Para quienes gustan tener sus propias apreciaciones, extraemos un pasaje del texto de Núñez de Cáceres, donde describe a su entender particular, el estado de cosas de la ciudad, en la cuales poco disimula su desprecio por Caracas:

Las calles de Caracas son rectas, pero sin cosa notable, y tanta uniformidad cansa transitarla. Ningún edificio hay suntuoso (…) Esta capital -dice un autor contemporáneo- no puede tener todavía aquellos monumentos y obras públicas que poseen otras, por estar, digámoslo así, en la infancia de su vida política. El empedrado de las calles y aceras es soportable en algunas cuadras de la de Mercaderes y otras manzanas del centro de la ciudad, el resto es casi intransitable: aquí hay un hoyo, allí una zanja (…) Dicen que los empresarios se roban el dinero del empedrado, y por esto no componen las calles (…) Caracas es una ciudad tristísima; lo confiesa el mismo autor, citando estas palabras de Humboldt: La poca extensión del valle y la proximidad de las montañas del Ávila y la Silla dan a la situación de Caracas un aspecto triste y severo (…) esta población inspiran melancolía; y no se encuentra una alameda, un paseo público, ni más punto de reunión que los billares y cantinas (…) Los hombres pasean a caballo para aburrirse en la monotonía de las calles: y si no se dedican al juego, la bebida, o las mujeres, no tienen otras distracciones. Así se vegeta en esta ciudad, donde es común el proverbio De Caracas al Cielo y tienen razón, porque antes de ir al cielo es preciso pasar por el purgatorio.”

Pero hay algo más con respecto a las ironías con las cuales los caraqueños se las ingeniaban para protestar por el estado de cosas de la ciudad en esta década. Resulta que, y siguiendo al inefable Pedro Núñez de Cáceres, la ciudad también era llamada: “El París chiquito” con objeto de burlarse sin duda de Caracas en comparación con la afamada urbe europea que tenía el prestigio de ser “La Ciudad Luz”, mientras que la capital de Venezuela, sin tener las luces culturales de Paris, ni siquiera contaba, paradójicamente, con un alumbrado público eficiente, pues su precariedad la mantenía en las tinieblas durante las oscuras noches, algo que no aconsejaba transitarla a esas horas, por los huecos de las calles y el peligro del hampa y las jaurías de los perros realengos. Núñez de Cáceres, sin entender propiamente a los caraqueños como él mismo lo confesaba en sus memorias, nos dice sin embargo: “La ciudad de Caracas es la mejor y más populosa de Venezuela; pero está lejos de ser un Paris chiquito como lo consideran algunos de sus naturales: ya lo veremos mostrado cuando se describa sus casas, sus aguas, sus comidas, y sus inconvenientes, enfermedades y molestias de todo género” En una palabra, Núñez de Cáceres, nunca reparó en la incisiva ironía que usaban los caraqueños para mofarse de las circunstancias adversas. En ambos refranes, este autor piensa con burla, que los caraqueños los expresaban como muestra de orgullo y satisfacción, cuando en propiedad, huelga reiterarlo, significaba lo contrario a lo dicho, fruto de su inconformidad por el deterioro que acusaba la ciudad. Eso sí, expresada sin una palabra de ofensa, sino envuelta en el mordaz sarcasmo caraqueño.

En esta primera mitad del siglo XIX, aún no habían descendido del todo las aguas turbulentas que marcaban la aguda crisis histórica que afectaba a Caracas. Las cicatrices del pasado reciente que marcan los traumas de los caraqueños, pueden verse aún manifestadas en las contiendas políticas, la crisis socioeconómica que abre una brecha aún más profunda entre pobres y ricos; el deterioro urbanístico -ya lo advertimos- que acusa la ciudad en la que se incluye los escombros todavía esparcidos del terremoto de 1812, así como la falta de servicios públicos esenciales. Estos son los problemas más notables que obstruyen la reanudación de unas actividades cónsonas con el progreso de la ciudad y la tranquilidad ciudadana. Es en este contexto que la vida cotidiana no se ve favorecida, las artes se encontraban estancadas, y el caos en general tiene un peso en el ánimo de los caraqueños que los hace un pueblo increpante e impaciente; para colmos, faltaba aún por aparecer la cruenta y larga Guerra Federal (1858-1863).

El tercer sarcasmo caraqueño para la ciudad, obedece nuevamente a una burla de los caraqueños a la política, esta vez en contra del Gral. Antonio Guzmán Blanco y su obra “regenerativa”. En tal sentido, dieron en calificar a Caracas, irónicamente, como: “El París de un solo piso.” Esta frase no es propiamente un cumplido, pese a que la ciudad ciertamente fue remozada y modernizada hasta el punto que muchos se maravillaron, ante la buena nueva, se afirmaba, de haberse por fin recogido los escombros del terremoto del 26 de marzo de 1812. La expresión “El París de un solo piso” más que entenderse en conformidad a los nuevos tiempos de Caracas, seguía siendo parte de una chanza que pretendía descalificar ahora la obra de progreso del régimen. No obstante, si en la década de los años cincuenta, “El Paris chiquito” fue una expresión que poseía un sesgo de humor negro, ahora sí parecía tener sentido, no sólo por obras de progreso material y cultural en la ciudad, sino por el inocultable afrancesamiento del “Autócrata Civilizador” el Gral. Guzmán Blanco. Ahora no había la duda ante la llegada de la civilidad y el progreso a la ciudad. Entre 1870 a 1888 Caracas fue envuelta por “los polvos del progreso”, que transformó urbanísticamente la ciudad, tal como lo calificó el escritor Francisco de Sales Pérez. Fue una Era de obras públicas en la cual se levantaron edificios para el congreso de la república, sedes para el gobierno central y distrital; para la universidad un remozado claustro al estilo gótico; plazas públicas como la erigida a Bolívar en el centro de la ciudad; bulevares y paseos como El calvario, llamado Guzmán Blanco, que ostentaba sus estatuas El Saludante y el Manganzón, respectivamente; también aparecieron teatros, museos, puentes, túneles, nuevos servicios públicos como el transporte, el alumbrado de gas y aseo urbano. Calles enmacanadas, templos como la basílica de Santa Teresa y Santa Capilla, fueron construidas pese al inocultable espíritu anticlerical del Ilustre Americano. La economía prosperó al igual que el pujante comercio citadino que expendía de todo y para todos. Fueron dieciocho años de un gobierno arbitrario pero progresista, que terminó cuando cayeron las estatuas del “Regenerador de Venezuela” en 1888 y con ellas su régimen. Pese a este aval, “El París de un solo piso” no obtuvo, en términos positivos, la comprensión y aceptación unánime de los caraqueños, tal vez por el peso del sesgo que aún tenía en la memoria, la peyorativa frase del: “París chiquito” o “La pequeña París.”

Si fue desestimado en su momento el asunto de Caracas y París, tenemos entonces que el tercer halago propiamente dicho para nuestra ciudad, surgirá de la pluma del excelso poeta Antonio Pérez Bonalde, cuando se inspiró en ella para escribir su afamado poema: De Vuelta a la Patria. Es así como aparece una frase que inmediatamente se convertirá en un icónico emblema de presentación de Caracas para propios y extraños: “La Ciudad de los techos Rojos.” Tal expresión tiene un inmediato éxito porque expresa la autenticidad de la ciudad, sin el menoscabo de su comparación con París. Pérez Bonalde lo escribió cuando regresó al país en 1876 de un largo exilio impuesto por el Gral. Guzmán Blanco. Para Enrique B. Núñez, lo memorable del poeta es que logra conceptuar con precisión y concisión, lo que es la ciudad, y eso precisamente es lo que le permite a la expresión, independizarse como una joya del bello y largo poema del enamorado de Caracas. En estos tiempos cuando aún prevalece la comunicación epistolar, mencionar a la ciudad con dicho símil en cartas y postales, no es algo cursi sino una de las más preciadas insignias de distinción de su historia y cultura. Será por ello que no prosperó una alusión similar de un visitante norteamericano, quien al observar a Caracas desde la eminencia del Guaraira Repano, no dudó en compararla con una “enorme tejería” a mediados del siglo XIX.  

Con esto lo que trato de subrayar, es la carga emocional e íntima que deben tener los cumplidos a una ciudad, para conectar con los afectos de sus habitantes. Debe ser algo que los identifique y además que los enorgullezca, al servir como el propio nombre de la ciudad; sobra decir, su gentilicio. 

Comparar a Caracas con una tejería, no es precisamente un elogio sino una ofensa a sus habitantes.

Cuando se acerca el alba del siglo XX, Caracas sigue siendo a no dudar: “La Ciudad de los techos rojos.” Sin embargo, poco a poco la ciudad será envuelta por una segunda ola de modernidad, donde se verá comprometida con mayor rigor su fisonomía y encanto colonial, que había sido motivo de inspiración del celebrado Antonio Pérez Bonalde.  

Podría decirse que, en adelante, los cumplidos hechos a la ciudad quedarán para la nostalgia de los caraqueños, bajo el embrujo de la promesa de una nueva Caracas prospera y moderna que debe romper de alguna manera con su pasado arquitectónico, si aspira a convertirse en una Cosmópolis.  

Tal designio acontecerá a partir de 1935 luego de la muerte del Gral. Juan Vicente Gómez y el fin de su gobierno tiránico que se había prolongado por veintisiete años. Digamos pues que, para la Caracas del siglo XX, la suerte estaba echada.

Se ha pensado siempre con insistencia que la frase: “La Sultana del Ávila” es un cumplido a la ciudad. Sin embargo, ello no es así del todo, puesto que la expresión lo que sugiere es un lugar subordinado de Caracas con respecto a nuestra imponente y bella montaña. Este poético enunciado debió aparecer durante los llamados años locos de la segunda década del pasado siglo XX, especialmente cuando Caracas se hizo “encandilar” por una anacrónica moda egipcia, a raíz del descubrimiento en el Valle de los Reyes de la famosa tumba de Tutankamón por el arqueólogo británico Howard Carter en 1922. La atracción por lo egipcio se escurrió por toda la ciudad y en casi todos los ámbitos. En la arquitectura tuvo influencia especial y en la moda femenina, ni decirlo. Para el caraqueño joven de entonces, cualquier cosa que le gustara, lo aprobaba bajo la expresión: ¡Está tutankamen ¡…

Es posible que el símil “la Sultana del Ávila” haya surgido de algún poeta que hemos olvidado, tal vez tenga mucho que ver con el que se encuentra anónimo en el bello libro de Aquiles Nazoa: “Buenos días al Ávila” que hace alusión a la ciudad como una odalisca a los pies del Guaraira Repano. Hay algunas teorías que tratan de esclarecer el enigma, pero siembre bajo la convicción que la frase es un cumplido para la ciudad, pero el sentido común indica que es para el Cerro El Ávila. No dudo que, al pasar rutilante una linda caraqueña por algún sitio de la ciudad, le exclamaran por esos años a cada momento a las jóvenes: ¡Estás tutankamen ¡…

Si empleáramos la evidencia histórica sobre el papel que el Cerro del Ávila cumplió como defensor de la ciudad, diremos que ello lo representó durante el período colonial, puesto fue la única defensa importante con la cual contaron los caraqueños desde mediados del siglo XVI hasta principios del XIX. Es por ello que a lo largo de la serranía y durante ese largo período histórico, fue conformándose lo que se denomina el paisaje del miedo conformado por fortalezas, fortines, polvorines, puentes levadizos, vigías y otra serie de edificaciones de esta especie, que dan una idea clara cómo la ciudad dependía de estas defensas ante el miedo de ser invadida. La incursión del pirata inglés Amias Preston en 1595 que concluyó con el saqueo e incendio de la pequeña urbe y el asesinato de Alonso Andrea de Ledesma, de donde surgirá la primera leyenda de la historia de la ciudad, será un trauma que acompañará a los caraqueños hasta ya entrado los tiempos de la república. Esta fueron las razones reales que en el Ávila sólo existiera un camino de arrieros y no carretero. He ahí su representación simbólica como un poderoso “Sultán” que tiene a sus pies a su amada, simbolizada en su bella Caracas.

En la ciudad de la década de los setenta del pasado siglo XX, debido a el boom de prosperidad y progreso que alcanzó en el marco de los gobiernos democráticos, comenzó a reeditarse la frase “Caracas, la sucursal del cielo.” Muy posiblemente devenida de una estrategia de la publicidad de entonces, conocedora de esta frase, comenzó a utilizarlo como slogan de amplia aceptación de los caraqueños que la asociaba con el estado de bienestar reinante para entonces. Así que, por paradoja de nuestra historia, el piropo que había sido proscrito por la incomprensión o la chanza, volvería redimido al corazón de los caraqueños para darle el cuarto tributo a la ciudad que había quedado “a beneficio de inventario” para la historia. Hoy ya entrado el siglo XXI en su segunda década, la ciudad de Caracas está no sólo falta de cumplidos, sino de las más elementales atenciones que hagan renacer tanto su belleza natural como su incomparable prestancia, incluyendo la alegría y orgullo de ser caraqueños; esto es solidarios, corteses, afables y otra serie de adjetivos que fueron execrados por el rencor, el resentimiento y otros antivalores, aparecidos como “solución” a nuestros problemas con el surgimiento de un régimen contrario a las libertades democráticas en 1999.

Como desde las instancias del poder se viene tergiversando la historia de Caracas, es obvio que desestimen la fecha aniversaria tradicional de la fundación de la ciudad. De forma irrefrenable les seduce y cautiva la del 27 de febrero, como una nueva fecha para festejar el aniversario de su nacimiento, cuando en realidad esta es una fecha luctuosa, trágica y maniquea. Es por ello que la incluyeron en los fraudulentos “símbolos históricos” recién aprobados por el Concejo Municipal, solapándola en la orla del nuevo escudo, cuándo incluye el año de 1989 junto al del 2002. Entre tanto, no les preocupa en nada la historia de la ciudad, mientras puedan seguir intentando sustituirla por consignas políticas de izquierda, donde nunca podrán hallar un cumplido para la ciudad, sino cientos de insultos para los caraqueños.

A mi ciudad le deseo entonces, un venturoso ¡Happy Birthday! … 456

 
La Odalisca de la libertad.

Guillermo Durand G. VI Cronista de la Ciudad.

Comentarios

Entradas populares