Clío
en Caracas.
Caracas,
julio 25 de 2023.
Los
cumplidos y sarcasmos de los caraqueños a mi ciudad. A los 456 años
de la fundación de Caracas.
Guillermo Durand G. VI Cronista de
la Ciudad.
La ciudad hubo de ser implantada un
25 de julio de 1567 Día del Apóstol Santiago Patrón de la España.
Nuestra urbe originalmente llevó este mítico nombre, porque entre
otras razones, los conquistadores le atribuían al Apóstol, poderes
especiales desde que hizo posible, según la leyenda, la expulsión
de los Moros de la península. Por ello pensaron que sólo con su
“divina” intersección, se podía derrotar a los aguerridos e
inquebrantables indios Caraca, que habían puesto en duda la eficacia
de las hordas de su majestad, desde que osaron emplear la violencia
sin parangón, desconociendo así las intenciones del mestizo
Francisco Fajardo, quien primigeniamente funda y puebla en el valle
de los Toromaimas, sin recurrir a la fuerza cuando ya el siglo XVI
trasponía su medianía. La villa de San Francisco en los dominios de
los Toromaimas (1553) como la del Collado en el litoral central,
obedecieron pues a estos propósitos que se había fijado el primer
venezolano venido a estas feraces tierras, Fajardo, que soñaba en
ingresar a la historia con una hazaña que lo diferenciara del
turbulento, agresivo y despiadado período del mercantilismo, surgido
de la insaciable acumulación de fortunas mal habidas en el contexto
de la expansión de la llamada Edad Moderna. La comprobación por el
propio Francisco Fajardo sobre la existencia de yacimientos de oro en
el valle de Caracas, le dio una vuelta más a la tuerca de la codicia
y la violencia que motivaron su trágica muerte y dieron origen
entonces a Santiago de León.
El primer medio siglo de Caracas
será escenario de una evolución francamente lenta donde el acento
lo tendrá la precariedad. Las dificultades, no obstante, servirán
de acicate para la perseverancia, el denuedo y mucha tozudez que
permiten superar su estado embrionario de aldehuela o villorrio, que
contradecía con sobradas razones, las pretensiones de ciudad con la
cual fue fundada; pero, además contrastaba con la insondable
arrogancia que muy tempranamente manifestaron sus escasos vecinos
para mentarla de capital. Para ello les bastaba solo afirmar, que su
humilde iglesia parroquial, conocida como Santiago (1573), desde que
puso un pie el Obispo Pedro de Agreda en Caracas, sería en adelante
la Catedral; y para mayor lustre y vanidad, al residenciarse por esos
mismos años en Santiago de León el Capitán General Juan de
Pimentel, entonces habría que considerarla además capital en
despecho de otras poblaciones como Santa Ana de Coro, Nueva Segovia
de Barquisimeto y Nueva Valencia del Rey, que habían regentado y
concentrado tal distinción. Juan de Pimentel, en su afamado informe
sobre la provincia de Caracas de 1577, no emite ningún elogio o
insulto a la ciudad, se limita a afirmar que la mayoría de sus casas
son de paja y palos hincados, mientras las casas reales, que es donde
reside, hacen la diferencia por ser hechas de piedras.
Pese a la vanagloria que expresan
por la ciudad sus alpargatados vecinos, aún no habían surgido
expresiones conscientes que pudieran considerarse en propiedad,
emergidas de la espontaneidad del afecto por aquella pequeña e
incipiente urbe, compuesta por una reducida Plaza Mayor, flanqueada
por sus cuatro calles reales que daban forma a la retícula y
terminaban abruptamente por los barrancos de sus principales ríos
Catuche, Anauco, El Guaire y la quebrada de Caruata. No hay en estos
primeros momentos alusiones a metáforas que expresen de alguna
manera afectos especiales por el precario villorrio. Lo más cercano
a esa posibilidad lo representó el intento hecho por el Gobernador
Diego de Osorio el 26 de septiembre de 1593, cuando recomienda al
Ayuntamiento ordenar se escribiese la historia de la conquista de
Caracas en sonoros versos por un soldado poeta apellidado Ulloa, que
se encontraba de paso en la ciudad.
No
hay indicio que Ulloa haya llevado a cabo su importante tarea, luego
de interrogar a tres vecinos prominentes, sobrevivientes de aquellos
feroces combates con los irredentos indios, que habían sido
comisionados por el Ayuntamiento para esta labor, por haber formado
parte de esa jornada punitiva. El poeta simplemente desapareció sin
dejar rastro. Por mucho debieron sus vecinos conformarse como elogio
a su ciudad, cuando el primer Simón Bolívar, llamado El Viejo, tras
representarla en las cortes de España, trajo una real cédula que
facultaba a tener su escudo de armas cuya orla decía: “Muy Noble y
Leal Ciudad de Santiago de León de Caracas.” Esta distinción
oficial, aunque es un cumplido, no es propiamente los que lograron
connotación y singularidad inequívoca de afecto y orgullo de una
ciudad.
Es
revelador apuntar que, desde los principios de esta urbe, sus
habitantes jamás se llamaron asimismos santiaguenses, sino que
adoptaron espontáneamente el gentilicio de caraqueño como su
insignia de identidad.
Este si será el primer cumplido a nuestra ciudad en su historia; es
decir, este gentilicio desde entonces precede nuestra autentica
identidad histórica y cultural. Su empleo no solo fue expresión
espontánea, además sugiere ser un manifiesto de nuestro
inconsciente colectivo, que todavía está por revelar sus
insondables secretos. ¿Será acaso esta voz indígena nimbada por
ancestrales causas misteriosas, la que ha dictado nuestra actuación
hasta hoy?
Antes
de arribar a su primer centenario de existencia, un poderoso sismo
escombra los esfuerzos que los caraqueños habían hecho para
levantar con relativa prestancia la ciudad. Se trata del terremoto de
San Bernabé que según se dice, el loco Saturnino en vano alerta con
mucha antelación a los descreídos y burlescos habitantes. Desde el
cerro de El Calvario, Saturnino será el único testigo que se
resguarda de sus propios y calamitosos designios, y Caracas
prácticamente desaparece el Día de San Bernabé el 11 de junio de
1641. Sin duda la ciudad queda más para un epitafio lapidario que
para cumplidos. Sin embargo, Caracas renacerá a la espera de ser
recordada como el Fénix por méritos y esfuerzos propios. Quien se
encargará de escribir y reconocer sus atributos y dones será el
regidor Joseph de Oviedo y Baños, quien en 1723 edita para toda la
posteridad su insigne libro: Historia
de la conquista y poblamiento de la Provincia de Caracas.
El título de esta obra lo dice todo y de todo dice. En
ella se asienta con sonoras frases el segundo cumplido hacia la
ciudad que entonces todas las generaciones de caraqueños la tomaron
como timbre de distinción y de vernáculo orgullo:
“La
Ciudad de la Eterna Primavera.” Esta
será
la
expresión que deduce o sintetiza el elogio que le hace Oviedo y
Baños a su ciudad y que había planteado en los siguientes términos
metafóricos o poéticos:
“
En
un hermoso valle, tan fértil como alegre , y tan ameno como
deleitable, que de Poniente a Oriente se dilata por cuatro ríos, que
porque no faltase circunstancia para acreditarla paraíso, la cercan
por todas partes sin perder sustos de que la aneguen; tiene
su situación la ciudad de Caracas en un temperamento del cielo, que
sin competencia es el mejor de cuantos tiene América, pues además
de ser muy saludable, parece que la escogió la primavera para su
habitación continua,
pues en igual templanza todo el año, ni el frio molesta, ni el calor
enfada ni los bochornos del estío fatigan, ni los rigores del
invierno afligen (…) sus calles son anchas, largas, y derechas, con
salida y correspondencia en igual proporción a todas partes y como
están pendientes y empedradas , ni mantienen polvo, ni consienten
lodo: sus edificios los demás son bajos por recelo de los temblores,
algunos de ladrillo y lo común de tapias, pero bien dispuestos, y
repartidos en sus fábricas: las casas son tan dilatadas en los
sitios, que casi todas tienen espaciosos patios, jardines y huertas,
que regadas por diferentes acequias, que cruzan la ciudad, saliendo o
encañadas del río Catuche, producen tanta variedad de flores que
admira su abundancia todo el año: hermoséenla cuatro plazas, las
más medianas y la principal bien grande, y en proporción cuadrada.”
La mención que hace Oviedo y
Baños del gentilicio Caracas para referir el nombre de la ciudad y
no el de Santiago, nos revela de inmediato el arraigo del viejo
topónimo indígena en nuestros sentimientos de identidad.
Todo
desde sus habitantes como las instituciones, con la única excepción
del Ayuntamiento, hacían hincapié que éramos de Caracas, pese a
que todos los 25 de julio se celebraba la fiesta de su patrón el
Apóstol Santiago con lucimiento y pompa en la Catedral, pero con
muchísimo bochinche en la Plaza Mayor. Diríase que la ciudad de la
eterna primavera, se había anticipado a un cambio de nombre, sin la
intervención de las autoridades. El sello de lo sentenciado por
Oviedo y Baños sobre las excepcionales cualidades de la ciudad y sus
habitantes, sin duda alguna fueron debidamente confirmado por cuantos
huéspedes ilustres tuvieron la fortuna de visitar Caracas. La lista
es larga y los elogios también, salvo uno que otro comentario
prejuicioso que expresan aquellos tiempos en que manda la vanidad, al
intentar comparar a Caracas con otras ciudades europeas, como lo fue,
por ejemplo, Francisco Depons, quien al parecer no encontraba la
comodidad y elegancia que le podía ofrecer la “Ciudad Luz,”
quejándose amargamente en consecuencia. Si bien afirma que las
caraqueñas son el ornato de la ciudad, por encantadoras, hermosas y
sencillas, arremete sin compasión contra las también lindas
meretrices que deambulan por sus calles, como si en París no
hormigueasen las prostitutas, por no ser su ciudad, precisamente, una
suerte de convento de clausura. Nada en este siglo XVIII en Caracas,
parece contradecir el elogio proferido por su primer historiador a
comienzos de esa misma centuria, así pues y con ciertas y lógicas
salvedades, el maridaje entre caraqueño y eterna primavera fueron
sinónimos para enmarcarlos en una idílica postal para la historia,
que retrata la feliz adolescencia de una hermosa ciudad que oculta
bajo sus enaguas uno que otro feo pecadillo.
El
primer sarcasmo proferido a Caracas surgió de un proverbio popular,
un tanto ambiguo. Cargado de mucha ironía fue empleado para repudiar
a las autoridades de Caracas, la situación caótica en que se
hallaba la ciudad. El mismo fue usado por los caraqueños de mediados
del siglo XIX que rezaba: “De
Caracas al Cielo”. Fue
el dominicano Pedro Núñez de Cáceres, quien registró tal
testimonio en sus memorias con el propósito de denigrar de la
ciudad. Originalmente, este refrán devino de la costumbre de los
caraqueños de ironizar situaciones adversas, de modo que ello era un
rasgo distintivo de su carácter que se traslucía, ocasionalmente,
cuando reclamaban o rechazaban situaciones límites que los
afectaban. “De
Caracas al Cielo”
es
un incisivo sarcasmo que denunciaba, reiteramos, una situación
calamitosa de Caracas al carecer de todo y estar desbordada por
insondables problemas urbanos, de servicios y seguridad en el curso
de la década de los años cincuenta del siglo XIX, porque vivir en
ella era interpretada como llevar una existencia condenada a los
tormentos propios de “Las quintas pailas del infierno”, después
de lo cual tendrían derecho al cielo.
Con el tiempo se olvidó lo que motivó el irónico refrán,
convirtiéndose en un cumplido memorable para la ciudad, tal como lo
conocemos hoy. Lo relevante de esta cuestión, es que es de la propia
autoría del pueblo caraqueño y auténtica expresión de su modo de
ser, no sólo para increpar, sino también como vimos, disimular sus
enfados con expresiones ambiguas y mordaces. Para quienes gustan
tener sus propias apreciaciones, extraemos un pasaje del texto de
Núñez de Cáceres, donde describe a su entender particular, el
estado de cosas de la ciudad, en la cuales poco disimula su desprecio
por Caracas:
“Las
calles de Caracas son rectas, pero sin cosa notable, y tanta
uniformidad cansa transitarla. Ningún edificio hay suntuoso (…)
Esta capital -dice un autor contemporáneo- no puede tener todavía
aquellos monumentos y obras públicas que poseen otras, por estar,
digámoslo así, en la infancia de su vida política. El empedrado de
las calles y aceras es soportable en algunas cuadras de la de
Mercaderes y otras manzanas del centro de la ciudad, el resto es casi
intransitable: aquí hay un hoyo, allí una zanja (…) Dicen que los
empresarios se roban el dinero del empedrado, y por esto no componen
las calles (…) Caracas es una ciudad tristísima; lo confiesa el
mismo autor, citando estas palabras de Humboldt: La poca extensión
del valle y la proximidad de las montañas del Ávila y la Silla dan
a la situación de Caracas un aspecto triste y severo (…) esta
población inspiran melancolía; y no se encuentra una alameda, un
paseo público, ni más punto de reunión que los billares y cantinas
(…) Los hombres pasean a caballo para aburrirse en la monotonía de
las calles: y si no se dedican al juego, la bebida, o las mujeres, no
tienen otras distracciones. Así
se vegeta en esta ciudad, donde es común el proverbio De Caracas al
Cielo y tienen razón, porque antes de ir al cielo es preciso pasar
por el purgatorio.”
Pero
hay algo más con respecto a las ironías con las cuales los
caraqueños se las ingeniaban para protestar por el estado de cosas
de la ciudad en esta década. Resulta que, y siguiendo al inefable
Pedro Núñez de Cáceres, la ciudad también era llamada: “El
París chiquito”
con objeto de burlarse sin duda de Caracas en comparación con la
afamada urbe europea que tenía el prestigio de ser “La Ciudad
Luz”, mientras que la capital de Venezuela, sin tener las luces
culturales de Paris, ni siquiera contaba, paradójicamente, con un
alumbrado público eficiente, pues su precariedad la mantenía en las
tinieblas durante las oscuras noches, algo que no aconsejaba
transitarla a esas horas, por los huecos de las calles y el peligro
del hampa y las jaurías de los perros realengos. Núñez de Cáceres,
sin entender propiamente a los caraqueños como él mismo lo
confesaba en sus memorias, nos dice sin embargo: “La ciudad de
Caracas es la mejor y más populosa de Venezuela; pero está lejos de
ser un Paris
chiquito
como lo consideran algunos de sus naturales: ya lo veremos mostrado
cuando se describa sus casas, sus aguas, sus comidas, y sus
inconvenientes, enfermedades y molestias de todo género” En una
palabra, Núñez de Cáceres, nunca reparó en la incisiva ironía
que usaban los caraqueños para mofarse de las circunstancias
adversas. En ambos refranes, este autor piensa con burla, que los
caraqueños los expresaban como muestra de orgullo y satisfacción,
cuando en propiedad, huelga reiterarlo, significaba lo contrario a lo
dicho, fruto de su inconformidad por el deterioro que acusaba la
ciudad. Eso sí, expresada sin una palabra de ofensa, sino envuelta
en el mordaz sarcasmo caraqueño.
En
esta primera mitad del siglo XIX, aún no habían descendido del todo
las aguas turbulentas que marcaban la aguda crisis histórica que
afectaba a Caracas. Las cicatrices del pasado reciente que marcan los
traumas de los caraqueños, pueden verse aún manifestadas en las
contiendas políticas, la crisis socioeconómica que abre una brecha
aún más profunda entre pobres y ricos; el deterioro urbanístico
-ya lo advertimos- que acusa la ciudad en la que se incluye los
escombros todavía esparcidos del terremoto de 1812, así como la
falta de servicios públicos esenciales. Estos son los problemas más
notables que obstruyen la reanudación de unas actividades cónsonas
con el progreso de la ciudad y la tranquilidad ciudadana. Es en este
contexto que la vida cotidiana no se ve favorecida, las artes se
encontraban estancadas, y el caos en general tiene un peso en el
ánimo de los caraqueños que los hace un pueblo increpante e
impaciente; para colmos, faltaba aún por aparecer la cruenta y larga
Guerra Federal (1858-1863).
El
tercer sarcasmo caraqueño para la ciudad, obedece nuevamente a una
burla de los caraqueños a la política, esta vez en contra del Gral.
Antonio Guzmán Blanco y su obra “regenerativa”. En tal sentido,
dieron en calificar a Caracas, irónicamente, como: “El
París de un solo piso.” Esta
frase no es propiamente un cumplido, pese a que la ciudad ciertamente
fue remozada y modernizada hasta el punto que muchos se maravillaron,
ante la buena nueva, se afirmaba, de haberse por fin recogido los
escombros del terremoto del 26 de marzo de 1812.
La
expresión “El
París de un solo piso”
más que entenderse en conformidad a los nuevos tiempos de Caracas,
seguía siendo parte de una chanza que pretendía descalificar ahora
la obra de progreso del régimen. No obstante, si en la década de
los años cincuenta, “El
Paris chiquito” fue
una expresión que poseía un sesgo de humor negro, ahora sí parecía
tener sentido, no sólo por obras de progreso material y cultural en
la ciudad, sino por el inocultable afrancesamiento del “Autócrata
Civilizador” el Gral. Guzmán Blanco. Ahora no había la duda ante
la llegada de la civilidad y el progreso a la ciudad. Entre 1870 a
1888 Caracas fue envuelta por “los polvos del progreso”, que
transformó urbanísticamente la ciudad, tal como lo calificó el
escritor Francisco de Sales Pérez. Fue una Era de obras públicas en
la cual se levantaron edificios para el congreso de la república,
sedes para el gobierno central y distrital; para la universidad un
remozado claustro al estilo gótico; plazas públicas como la erigida
a Bolívar en el centro de la ciudad; bulevares y paseos como El
calvario, llamado Guzmán Blanco, que ostentaba sus estatuas El
Saludante y el Manganzón, respectivamente; también aparecieron
teatros, museos, puentes, túneles, nuevos servicios públicos como
el transporte, el alumbrado de gas y aseo urbano. Calles enmacanadas,
templos como la basílica de Santa Teresa y Santa Capilla, fueron
construidas pese al inocultable espíritu anticlerical del Ilustre
Americano. La economía prosperó al igual que el pujante comercio
citadino que expendía de todo y para todos. Fueron dieciocho años
de un gobierno arbitrario pero progresista, que terminó cuando
cayeron las estatuas del “Regenerador de Venezuela” en 1888 y con
ellas su régimen. Pese a este aval, “El
París de un solo piso”
no obtuvo, en términos positivos, la comprensión y aceptación
unánime de los caraqueños, tal vez por el peso del sesgo que aún
tenía en la memoria, la peyorativa frase del: “París
chiquito” o “La pequeña París.”
Si
fue desestimado en su momento el asunto de Caracas y París, tenemos
entonces que el tercer halago propiamente dicho para nuestra ciudad,
surgirá de la pluma del excelso poeta Antonio Pérez Bonalde, cuando
se inspiró en ella para escribir su afamado poema: De
Vuelta a la Patria.
Es así como aparece una frase que inmediatamente se convertirá en
un icónico emblema de presentación de Caracas para propios y
extraños: “La
Ciudad de los techos Rojos.”
Tal expresión tiene un inmediato éxito porque expresa la
autenticidad de la ciudad, sin el menoscabo de su comparación con
París. Pérez Bonalde lo escribió cuando regresó al país en 1876
de un largo exilio impuesto por el Gral. Guzmán Blanco. Para Enrique
B. Núñez, lo memorable del poeta es que logra conceptuar con
precisión y concisión, lo que es la ciudad, y eso precisamente es
lo que le permite a la expresión, independizarse como una joya del
bello y largo poema del enamorado de Caracas. En estos tiempos cuando
aún prevalece la comunicación epistolar, mencionar a la ciudad con
dicho símil en cartas y postales, no es algo cursi sino una de las
más preciadas insignias de distinción de su historia y cultura.
Será por ello que no prosperó una alusión similar de un visitante
norteamericano, quien al observar a Caracas desde la eminencia del
Guaraira Repano, no dudó en compararla con una “enorme tejería”
a mediados del siglo XIX.
Con esto lo que trato de subrayar, es la
carga emocional e íntima que deben tener los cumplidos a una ciudad,
para conectar con los afectos de sus habitantes.
Debe
ser algo que los identifique y además que los enorgullezca, al
servir como el propio nombre de la ciudad;
sobra
decir, su gentilicio.
Comparar a Caracas con una tejería, no es precisamente un elogio
sino una ofensa a sus habitantes.
Cuando
se acerca el alba del siglo XX, Caracas sigue siendo a no dudar:
“La Ciudad de los techos rojos.”
Sin embargo, poco a poco la ciudad será envuelta por una segunda ola
de modernidad, donde se verá comprometida con mayor rigor su
fisonomía y encanto colonial, que había sido motivo de inspiración
del celebrado Antonio Pérez Bonalde.
Podría
decirse que, en adelante, los cumplidos hechos a la ciudad quedarán
para la nostalgia de los caraqueños, bajo el embrujo de la promesa
de una nueva Caracas prospera y moderna que debe romper de alguna
manera con su pasado arquitectónico, si aspira a convertirse en una
Cosmópolis.
Tal designio acontecerá a partir de 1935 luego de la muerte del
Gral. Juan Vicente Gómez y el fin de su gobierno tiránico que se
había
prolongado
por veintisiete años. Digamos pues que, para la Caracas del siglo
XX, la suerte estaba echada.
Se
ha pensado siempre con insistencia que la frase: “La
Sultana del Ávila”
es un cumplido a la ciudad. Sin embargo, ello no es así del todo,
puesto que la expresión lo que sugiere es un lugar subordinado de
Caracas con respecto a nuestra imponente y bella montaña. Este
poético enunciado debió aparecer durante los llamados años locos
de la segunda década del pasado siglo XX, especialmente cuando
Caracas se hizo “encandilar” por una anacrónica moda egipcia, a
raíz del descubrimiento en el Valle de los Reyes de la famosa tumba
de Tutankamón por el arqueólogo británico Howard Carter en 1922.
La atracción por lo egipcio se escurrió por toda la ciudad y en
casi todos los ámbitos. En la arquitectura tuvo influencia especial
y en la moda femenina, ni decirlo. Para el caraqueño joven de
entonces, cualquier cosa que le gustara, lo aprobaba bajo la
expresión: ¡Está tutankamen ¡…
Es
posible que el símil “la Sultana del Ávila” haya surgido de
algún poeta que hemos olvidado, tal vez tenga mucho que ver con el
que se encuentra anónimo en el bello libro de Aquiles Nazoa: “Buenos
días al Ávila” que hace alusión a la ciudad como una odalisca a
los pies del Guaraira Repano. Hay algunas teorías que tratan de
esclarecer el enigma, pero siembre bajo la convicción que la frase
es un cumplido para la ciudad, pero el sentido común indica que es
para el Cerro El Ávila. No dudo que, al pasar rutilante una linda
caraqueña por algún sitio de la ciudad, le exclamaran por esos años
a cada momento a las jóvenes: ¡Estás tutankamen ¡…
Si empleáramos la evidencia
histórica sobre el papel que el Cerro del Ávila cumplió como
defensor de la ciudad, diremos que ello lo representó durante el
período colonial, puesto fue la única defensa importante con la
cual contaron los caraqueños desde mediados del siglo XVI hasta
principios del XIX. Es por ello que a lo largo de la serranía y
durante ese largo período histórico, fue conformándose lo que se
denomina el paisaje del miedo conformado por fortalezas, fortines,
polvorines, puentes levadizos, vigías y otra serie de edificaciones
de esta especie, que dan una idea clara cómo la ciudad dependía de
estas defensas ante el miedo de ser invadida. La incursión del
pirata inglés Amias Preston en 1595 que concluyó con el saqueo e
incendio de la pequeña urbe y el asesinato de Alonso Andrea de
Ledesma, de donde surgirá la primera leyenda de la historia de la
ciudad, será un trauma que acompañará a los caraqueños hasta ya
entrado los tiempos de la república. Esta fueron las razones reales
que en el Ávila sólo existiera un camino de arrieros y no
carretero. He ahí su representación simbólica como un poderoso
“Sultán” que tiene a sus pies a su amada, simbolizada en su
bella Caracas.
En
la ciudad de la década de los setenta del pasado siglo XX, debido a
el boom de prosperidad y progreso que alcanzó en el marco de los
gobiernos democráticos, comenzó a reeditarse la frase “Caracas,
la sucursal del cielo.” Muy
posiblemente devenida de una estrategia de la publicidad de entonces,
conocedora de esta frase, comenzó a utilizarlo como slogan de amplia
aceptación de los caraqueños que la asociaba con el estado de
bienestar reinante para entonces. Así que, por paradoja de nuestra
historia, el piropo que había sido proscrito por la incomprensión o
la chanza, volvería redimido al corazón de los caraqueños para
darle el cuarto tributo a la ciudad que había quedado “a beneficio
de inventario” para la historia. Hoy ya entrado el siglo XXI en su
segunda década, la ciudad de Caracas está no sólo falta de
cumplidos, sino de las más elementales atenciones que hagan renacer
tanto su belleza natural como su incomparable prestancia, incluyendo
la alegría y orgullo de ser caraqueños; esto es solidarios,
corteses, afables y otra serie de adjetivos que fueron execrados por
el rencor, el resentimiento y otros antivalores, aparecidos como
“solución” a nuestros problemas con el surgimiento de un régimen
contrario a las libertades democráticas en 1999.
Como desde las instancias del poder
se viene tergiversando la historia de Caracas, es obvio que
desestimen la fecha aniversaria tradicional de la fundación de la
ciudad. De forma irrefrenable les seduce y cautiva la del 27 de
febrero, como una nueva fecha para festejar el aniversario de su
nacimiento, cuando en realidad esta es una fecha luctuosa, trágica y
maniquea. Es por ello que la incluyeron en los fraudulentos “símbolos
históricos” recién aprobados por el Concejo Municipal,
solapándola en la orla del nuevo escudo, cuándo incluye el año de
1989 junto al del 2002. Entre tanto, no les preocupa en nada la
historia de la ciudad, mientras puedan seguir intentando sustituirla
por consignas políticas de izquierda, donde nunca podrán hallar un
cumplido para la ciudad, sino cientos de insultos para los
caraqueños.
A
mi ciudad le deseo entonces, un venturoso
¡Happy Birthday! … 456
La
Odalisca de la libertad.
Guillermo Durand G. VI Cronista de
la Ciudad.
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